26 noviembre, 2011

DOMINGO I de ADVIENTO. Marcos 13, 33-37

Calle de Pompeya

EL FIN DEL MUNDO

En tiempos de Jesús, después y ahora, seguimos con la inquietud de no saber cuándo llegará el día final en que los montes se derritan como cera y la luna caiga a nuestros pies como una taza quebrada. Seguimos sin saber el día ni la hora porque nuestros relojes no sirven para medir eternidades.

Personalmente nunca me preocupó el espanto de ese día porque entiendo que el fin del mundo llega, o va llegando, cuando te levantas una mañana y no hay quien te pueda poner los calcetines o te asomes a la calle y nadie te vea ni te pregunte cómo has pasado la noche. El fin del mundo llega cuando uno echa mano a su corazón y siente que Dios duerme o que se ha ido. El fin del mundo es haber acabado con las esperanzas.

Adviento nos enseña a romper con las temeridades recordándonos que la vida del hombre sobre la tierra es contemplación y vigilancia, trabajo y agradecimiento. Quien contempla descubre por qué despunta la flor en primavera y, si vigila su crecimiento, gozará a su hora del perfume. Quien trabaja no espera a que llegue la semilla, se adelanta a buscarla y prepara la tierra para ella. Y agradece que la luz y el agua coronen con sus manos la esperanza.

Que Jesús está por llegar nos lo anuncian los pálpitos de la fe, la urgencia de nuestro tiempo que reclama una transformación de todo. Nos lo dicen los ojos interiores que están cansados de tanta oscuridad. No hay más que poner el oído y escuchar el eco de un nacimiento necesario.

Adviento no es el final del mundo. Es el principio.

19 noviembre, 2011

DOMINGO XXXIV del TIEMPO ORDINARIO. Mateo 25, 31-46

Manos agradecidas


UN REY DISIMULADO

Cada noche aparece al borde de la cama la fatiga de no haber acertado. Del mismo modo que el viento no puede detenerse en las banderas, la conciencia también se agita pensando que la caridad es una rama quebrada en nuestra condición de cristianos.

Para vivir, Cristo se quita la corona y se viste de hambriento, de ajusticiado sin causa, de perseguido... Se viste de hombre en sus circunstancias y levanta los brazos y la voz para recordarnos que la vida es apenas una mano y un instante. Mano la del que pide; instante, el del que sabe aprovecharlo para llenarla.

Solemos buscar a Dios en la lejanía de los místicos, en la insistente oración frente al Sagrario, en la piedra del alma que se nos cae cada vez que intentamos subirla a la cima... En todos esos empeños está Dios, pero se deja ver al trasluz, muy recortadamente, y tampoco tenemos certeza de si es Él o el fantasma de nuestro deseo. Sin embargo, se reconoce con más claridad en la mano alzada del que viene con hambre, o soledad o miedo. Del que viene con lágrimas, como ayer, cuando se me acercó sin consuelo una mujer con certificado médico en el que estaba escrita la palabra cáncer.

En un puñado de espumas se nos va la tarde. Y la vida se nos va con los ojos cansados de tanto buscar a Dios entre la niebla...

Es más fácil encontrarlo en los ropajes de cada día, en la madera de los barcos que salen a faenar, en las sábanas de los moribundos... Dios deja su corona al borde de las necesidades o debajo de las almohadas, para que tenga su brillo y su oro la esperanza.

12 noviembre, 2011

DOMINGO XXXIII del TIEMPO ORDINARIO. Mateo 25, 14ss

El talento de la Madre Teresa

TALENTOS PARA CONOCERSE, DESARROLLARSE y JUSTIFICARSE

En tiempos del Señor un talento equivalía al precio de lo que pesaran treinta kilos de plata (o de oro, según qué lugares). Con un talento se podía vivir sin aspirar a mucho.

Por asociación, los talentos son las capacidades que nos ha regalado Dios para vivir. Aunque unos tengan más y otros menos nos parecemos todos, inevitablemente.

Conocer las propias cualidades y los propios asombros es tener medio camino recorrido. Si no hay espejos en el mapa de la vida no podremos saber qué sol se enredó en los cabellos de la mañana, ni qué significan los pálpitos de la mirada ni por qué los pájaros nos cantan desde los árboles sin apenas motivo. Todo en la vida nos presta su metro de medir las capacidades del alma y, con ellas sabidas, será más fácil aspirar a lo que es posible, ser oportuno en cada circunstancia y no presentarnos ante los demás con un traje que nos viene largo o con los zapatos estrechos que fueron de un menor difunto. Sin conocerse, es muy dificultoso hacer un plan que evite el despilfarro de los talentos.

El que apunta el evangelio que sólo recibió un talento, tuvo miedo, se sintió sin fuerzas para arriesgar con lo recibido. Este hombre no sabía que la plata se vuelve tierna cuando rueda en busca de destino, que se enmohece la sabiduría si no la muerde la boca de los ignorantes, que el ser humano sólo se desarrolla si brinda a la luz sus monedas de sombra. Nada de cuanto tenemos nos ha sido dado únicamente para disfrute, sino para que disfruten los demás con nosotros.

Aunque Dios no nos pida justificaciones ni recibos, la propia dignidad exige hacer cuentas con nosotros mismos. El aire lento de la tarde trae sus cuadernos escondidos bajo el brazo para que justifiquemos en ellos dónde fueron a parar el amor y la plata, a qué corazón se trasladaron los beneficios de la dedicación y la palabra, de qué rama cuelgan los deseos ofrecidos para provecho ajeno... Si a la tarde pudimos conseguir que lucieran en nuestras manos las monedas, Dios inventará una profesión desconocida: la de banqueros felices.

05 noviembre, 2011

DOMINGO XXXII del TIEMPO ORDINARIO. Sabiduría 6, 12-16 ; Mateo 25, 1-3

Retrato de mujer. Diego Rivera

LÁMPARAS

Hacía tiempo que Margarita no confiaba en la lámpara de su boca. Hablaba o refería cosas como el que acaba de llegar de una sombra. Margarita tenía los ojos adormilados del que no ha aprendido aún a soportar la luz. Un día le llegó la primavera y tuvo que cubrirse con las hojas de pasados otoños. Margarita no se daba prisa por vivir porque nadie en la vida la esperaba. Sólo era capaz de asomarse en las mañanas por si podía descubrir algunas evidencias.

A sus treinta y dos años decidió calcular el abismo más alto para asegurarse que no regresaría. La luna, a su aire, no tenía dueño aquella noche. Pero una extraña mano la detuvo, salió al paso de su pensamiento, y llenó de caricias su miedo.

-¿Cómo te llamas?, preguntó Margarita a quien la sostenía.

-Mi nombre es aire y mi destino es descubrir a los perdidos para mostrarles el camino de la Verdad. Ofrezco mi sangre dulce a los olivos para que pueda encontrarse en ellos el jugo de la luz. Otros me llaman Sabiduría. Los más amigos me llaman a tientas el Esposo. Y hoy alumbro los temblores de tu mano para indicarte dónde el Amor vigila: ¿Ves en el horizonte aquel Silencio?. Pues allí Dios se pone de rodillas para hablarte...

Y Margarita, cuando a los pocos meses una niña le preguntó qué edad tenía, respondió con voz adolescente que apenas si sabía hablar de lo pequeña que era.