En la vida se alcanzan muchas metas, menos aquellas con las que hemos soñado. Casi nada se nos cumple a la manera humana ni en el tiempo que creemos oportuno. Abrahám saldría a pasear buscándose en la soledad, apenado en lo más hondo, porque Dios no se había acordado de concederle un hijo. Vacío que en su raza significaba a una maldición.
Viejo y con una esposa estéril tuvieron que ser muy largas las noches para el profeta que, en una de sus duermevelas, escuchó de pronto la respuesta para su desaliento:
-Abrahám, mira al cielo. Cada punto de luz debe ser para tí una esperanza. Tantos hijos tendrás, y tan diversos, como en color y en tamaño tienen estrellas las madrugadas.
Y se quedaría Abrahám intentando agrupar en una sola mirada semejante vaivén de resplandores...
De aquella pena y de aquella esperanza todos nosotros somos hijos.
La herencia de la promesa a Abrahám estallada en el cristianismo, se hace carne en la angustia de llegar a viejos y no dejar descendencia de buenas obras, de progresos en santidad. Las noches de la vejez son casi todas noches de soledad, y nos hace falta la presencia y la voz de Jesucristo que nos ayude a reconocer en las estrellas que brillan detrás de lo oscuro, la gracia que resplandece detrás de los pecados. Vivir es aguardar y morir es haber encontrado por fin lo que esperábamos.
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