TALENTOS PARA CONOCERSE, DESARROLLARSE y JUSTIFICARSE
En tiempos del Señor un talento equivalía al precio de lo que pesaran treinta kilos de plata (o de oro, según qué lugares). Con un talento se podía vivir sin aspirar a mucho.
Por asociación, los talentos son las capacidades que nos ha regalado Dios para vivir. Aunque unos tengan más y otros menos nos parecemos todos, inevitablemente.
Conocer las propias cualidades y los propios asombros es tener medio camino recorrido. Si no hay espejos en el mapa de la vida no podremos saber qué sol se enredó en los cabellos de la mañana, ni qué significan los pálpitos de la mirada ni por qué los pájaros nos cantan desde los árboles sin apenas motivo. Todo en la vida nos presta su metro de medir las capacidades del alma y, con ellas sabidas, será más fácil aspirar a lo que es posible, ser oportuno en cada circunstancia y no presentarnos ante los demás con un traje que nos viene largo o con los zapatos estrechos que fueron de un menor difunto. Sin conocerse, es muy dificultoso hacer un plan que evite el despilfarro de los talentos.
El que apunta el evangelio que sólo recibió un talento, tuvo miedo, se sintió sin fuerzas para arriesgar con lo recibido. Este hombre no sabía que la plata se vuelve tierna cuando rueda en busca de destino, que se enmohece la sabiduría si no la muerde la boca de los ignorantes, que el ser humano sólo se desarrolla si brinda a la luz sus monedas de sombra. Nada de cuanto tenemos nos ha sido dado únicamente para disfrute, sino para que disfruten los demás con nosotros.
Aunque Dios no nos pida justificaciones ni recibos, la propia dignidad exige hacer cuentas con nosotros mismos. El aire lento de la tarde trae sus cuadernos escondidos bajo el brazo para que justifiquemos en ellos dónde fueron a parar el amor y la plata, a qué corazón se trasladaron los beneficios de la dedicación y la palabra, de qué rama cuelgan los deseos ofrecidos para provecho ajeno... Si a la tarde pudimos conseguir que lucieran en nuestras manos las monedas, Dios inventará una profesión desconocida: la de banqueros felices.
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