ACTITUDES Y RELACIONES
Siglos llevamos hablando de oración, de sus formas y momentos, de que si es preferible la de alabanza o la intercesión, la personal o la comunitaria. Santos y más santos han definido la oración desde la experiencia al borde de su llanto y de su gozo. Yo entiendo que orar es un exilio, la sirena de un barco que se escucha a lo lejos, el extravío de una emoción, una llama que no se sabe bien si si es placidez o incendio... Todo eso, y más, es oración: el amor que baila sobre el aire del mundo como una flor loca que aguardara maceta y destino. Por humilde experiencia sé que orar es salir de uno mismo buscando monedas y abrazos y, apenas en los primeros instantes de la búsqueda, Dios nos sale al paso y nos encuentra. De cualquier forma, en el tiempo transcurrido desde que el hombre se decide a salir y Dios nos localiza, se suceden en el alma las batallas: He combatido bien mi combate, he mantenido la fe, nos escribe san Pablo en su segunda carta a Timoteo.
El Señor nos habla hoy desde san Lucas de dos hombres distintos, de dos orantes con actitudes bien diferenciadas; de un fariseo con espejo de mano que se coloca al principio del templo, y un publicano que no se atreve a levantar su cabeza porque no sabe si sus palabras son dignas de ser escuchadas. Dos maneras de relacionarse con Dios y dos con secuencias: el del espejo sale con su arrogancia sin justificar, y el humilde publicano descubre al salir que Alguien le ha llenado el pecho de palabras y besos, como vencedor que no lo ha pretendido.
Para hablar con el Señor, quizá no haga falta más que mirarle (no os pido más que le miréis, insiste santa Teresa a sus monjas). Porque de esa manera saldrá, necesariamente, una lágrima precisa en la que el amor navega sin batallas.
Mirarle. Estar delante sin acosos, viendo cómo ruedan los silencios hasta la boca embelesada, hasta que los oídos detecten unas música nueva. Mirarle y que Él haga lo demás, derramando sus vinos.
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