QUE NO TIEMBLE VUESTRO CORAZÓN
El río del pueblo solía crecer y crecer en los
inviernos. A los casi doscientos habitantes les dolían los brazos, las manos,
los riñones de tanto achicar agua en las calles para que no superara el
bordillo de sus casas y acabara dañando los muebles, las copas, las tazas de
china, que nunca se usaban, en los chineros. Llegaba el invierno y todos
temblaban. Pero temblaban más cuando don Juan, el médico, se iba de vacaciones
y quedaban expuestos a los vaivenes de la desolación, sin las pastillas que
curaban los miedos a morirse. Uno de los niños vio cómo su perro temblaba de
fatiga tras alcanzar, en una rama baja, un pajarillo, que aún temblaba al ver
su ruina en los dientes del perro. Y María con su esposo Luis y un hijo
enfermo, temblaron especialmente aquella primavera porque se había perdido la
cosecha de trigo y de cebada. Las pocas aceitunas que quedaron ese año en el
olivar se quedaron temblando frente a los vientos desagradables de marzo. El
único consuelo de todos era saber que, de noche, también temblaban en sus ojos
las estrellas. Y la veleta del campanario. Y el nido enramado de las cigüeñas. Pero
el que más llegó a temblar fue el cura viendo cómo en su pueblo Dios temblaba
en su intimidad por el frío de tanta ausencia…
Hay dos razones esenciales, además, que motivan el
temblor del corazón humano: las cosas mal hechas y los tiempos perdidos. Para los dos temblores,
sin embargo, tiene Jesucristo remedios de olvido y de esperanza:
-Creed en
Dios y creed también en Mí… Él no ha venido a posarse en los jardines
intocables de la distancia, sino a poner flores y palabras sobre la tumba de
los errores y de la rutina. Y sentido y verdad y manos ha venido a poner sobre
el desierto de la desdicha, sobre las alcobas de la desolación. Ha venido a
decirnos que hay muchas y diferentes habitaciones en el castillo-corazón del
Padre, para que cada uno se instale y se goce en su color y en su anchura.
-Frente a los caminos del tiempo, Jesucristo
propone vías de eternidad, donde no se acumulan los cansancios ni florecen las
soledades ni se tiene conciencia de voluntades derramadas. Carecen de agujas y
de agujeros las horas junto a Dios: son como pájaros que vuelan sobre el cielo
incansable de la novedad, como niños dormidos que sólo despertaran a la campana
del hambre.
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