Amós disfrutaba de sus rebaños y de sus higueras. Vivía asomándose al cielo y agradeciendo a Dios la placidez de una vida entre la contemplación y el trabajo. Seguramente cuando estaba amparado en lo más dulce de una noche, Dios agitó su pensamiento para que despertara a los que vivían entregados a las injusticias y abusaban del trabajo de los pobres, mientras ellos sólo tenían tiempo para comprobar en los graneros una abundancia conseguida a costa de los que no tenían siquiera lo imprescindible.
Ah, esos abusos con la vida de los hermanos! Cómo Dios sufre en los pequeños el fracaso de un amor que debiera a todos habernos igualado en las entrañas del bien, en el esfuerzo de allanar juntos el camino, y en compartir la inteligencia y el vestido, el esfuerzo y la enseñanza con los que muchas veces se quedan atrás por pura desidia, pero que aguardan la insistencia de una mano que por fin los levante del frío.
...Los indigentes, los drogadictos, los emigrantes que piden a la puerta de las iglesias, los parados a la fuerza, los parapléjicos, los que regresan la madrugada de los viernes llenos de indiferencia y de copas. ¡Tantos! Cada uno hijo de su historia, fruto de una circunstancia que no han buscado o de una frivolidad con la que jugaron demasiado tiempo. Por una causa o por otra, todos aguardan una redención que habrá de llegarles de quienes tuvimos la suerte de recibir una luz y haber sabido aprovecharla.
Los hijos de Dios que supieran gobernar esas ínsulas diarias de la sensibilidad en lo pequeño, que aprendieran a administrar la fortuna de su generosidad estando atentos, incluso a corregir o apoyar lo que no comprenden pero que a alguien beneficia, estarán en condiciones de administrar en el Paraíso las grandes fortunas de Dios, cuyos frutos recibimos todos los días los pobres de la tierra. Quien tiene limpios los bolsillos no importa lo grande que puedan ser las alforjas.
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