Aunque Juan Ramón Jiménez escribiera que todas las rosas son la misma rosa: amor, la única rosa, no todas las voces ni todas las palabras ni todas las necesidades ni todas las ansias son las mismas por la sencilla razón de que el ser humano es uno y tan distinto a los otros, por más que se le parezca.
Toda la liturgia de hoy gira a la oración y a sus emprendimientos. A la disponibilidad y prontitud de los oídos divinos cuando alguno de sus hijos le reclama justicia para su vida. Pero Jesús deja en el aire de este evangelio un matiz en la forma de pedir las cosas que tiene mucho que ver con la prisa y la solución de lo que se pide. Naturalmente la oración no puede reducirse a levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes, como en el antiguo catecismo, sino en la ternura de un pecho que se abre a la luz y que ya no necesita pedir nada porque desde la presencia de Dios ya nada se necesita.
Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta acabamos de celebrar, es la gran experimentadora de los esfuerzos hasta alcanzar oración y de las consecuencias que ella nos ofrece como el don más alto que pudiéramos soñar. Escribe la santa que el día en que murió su padre comenzó a tener oración y, desde entonces, nunca más dejó de ser feliz. Como si de pronto Jesucristo le hubiera colocado su vestido de novia mientras dormía.
Más que la justicia desde los otros que pide la mujer del evangelio, debemos pedirle a Jesús justicia para uno mismo, candelas para los fuegos dormidos, presencia suya en relámpagos eternos. Sobradamente sabemos que sólo en su presencia somos purificados, en ella fortalecidos, por ella transformados. Su sola vista y hermosura mata la pobreza de los apetitos y satisface el hambre espiritual, enteramente, con lo más fino de sus labios.
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