Pareciera que poca relación tiene el reconocimiento de lo que se es --centro y matriz del evangelio de hoy--, con esta fiereza de los muchos leones obsesionados alrededor con quitarnos la vida.
San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, se congratula de haber llegado a la última cinta de la meta con la fe intacta. Y de haber sido librado de la boca del león... de los recios colmillos de Alejandro, el calderero, y de cuantos gentiles dificultaron con saña la predicación... Leones por todos lados que pretenden espantar las bondades de la fe. Leones con su boca abierta dentro de nosotros mismos. Pero hay leones, también, de boca cerrada que suelen ser los más peligrosos: aquellos que se acercan de puntillas, invitándonos a convivir y a dialogar, a relativizar las cosas importantes, a hacernos creer que son inofensivos.
Dice hoy el libro del Eclesiástico que el grito de los pobres traspasará las nubes. Pero ahí está el primer león que nos distrae hasta convencernos que los pobres están lejos, que nosotros bastante hacemos con la ayudita del Domund y los céntimos a los que dormitan a la puerta de las iglesias. Los pobres verdaderos, sin embargo, están en las esquinas del alma, arrinconados por las injusticias, por la ambición de muchos y por la indiferencia de la mayoría.
El orante fariseo del evangelio, no es que sea mala persona, es que le tiene miedo a las garras de la verdad y no está dispuesto a reconocer los peligros de un león que llega a su inteligencia como gato amaestrado advirtiéndole que los verdaderamente malos son los otros. Es el león que tapa con su corpulencia la luz impidiendo que pueda reconocerse tal cual es delante de Dios.
...Son los muchos leones que no nos matan de una dentellada, pero anestesian la fe y nos dejan más quietos que dormidos. Aún peor, nos dejan equivocados.
San Pablo se reconoce libre de tantas bocas de león a su lado, de tanto desgarro dentro. Y por eso se despide de la vida como el que empieza.
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