Confieso que siempre me dieron vértigo las bienaventuranzas. Porque son un grito en la rutina, un clamor en el sueño, un intento válido de anunciarnos que hay otras maneras de vivir la vida. Porque Jesucristo, en un instante, ha sabido colocar lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, mientras aquella multitud junto al lago seguía sus palabras con asombro.
Vértigo me siguen dando porque yo también participo de un mundo que está al revés de lo que Jesús anuncia y, lo que es peor, no tiene la menor intención de cambiar de postura. Con qué papel de regalo envolveríamos hoy las bienaventuranzas para que fuesen un acierto en la vida de todos. Desde ellas, se me ocurre soltar al viento tres preguntas:
-¿QUÉ PASARÍA SI los ricos decidieran probar, al menos por un día, a vivir como los pobres?. Estoy seguro que sacarían a flote muchas desgracias y el equilibrio del bien marcaría una ancha sonrisa sobre los pueblos... Ayer reclamó mi atención una señora con hijo enfermo y esposo desocupado, que intenta sobrevivir con seiscientos euros, después de pagar un alquiler de cuatrocientos cincuenta y un recibo de luz que deslumbra por injusto: A mi esposo le han regalado un barquito para que la mar le ayude con el pulpo, pero también se le han hundido...
-¿QUÉ PASARÍA SI reconociéramos de pronto que Dios tiene en sitio preferente a aquellos que nosotros no guardamos en nuestra agenda?. Ellos no deciden los rumbos de la vida, pasan desapercibidos por enfermos, por pobres o por viejos y apenas si reclaman una mirada al mundo distraído. Ellos poseerán la tierra y el cielo y la eterna compañía de todas las criaturas.
-¿QUÉ PASARÍA SI les preguntásemos a los santos cómo ellos encontraron la felicidad, para tener una referencia concreta y no vayamos a la conciencia con disculpas?. Tres Teresas tenemos a mano. Las tres distintas, las tres Esposas del Crucificado, las tres felices, las tres santas. Teresa de Calcuta, nos llevaría a su menudencia para señalarnos cómo el amor cura al pobre, cuando el amor se entrega. Teresa de Ávila nos recordaría que sólo desde la oración ella pudo ser feliz, porque únicamente en la oración se puede encauzar la fatiga de la vida. Y Teresa de Lisieux, desde su lecho de doliente enferma, continúa poniendo el dedo en la llaga solicitando atención a las misiones y recordando el amor que le debemos a la Iglesia. En la Iglesia yo quiero ser el corazón. Y el Espíritu permite que, desde ese latido, descubramos profunda y seriamente la felicidad.
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