EL CONSUELO
Sólo Dios tiene una mano grande y un inmenso brazo para que pueda llegar a todos su consuelo. ¡Consolad, consolad a mi pueblo!, dice el Señor desde Isaías... y resulta inevitable que hoy llevemos esa consolación a los ancianos, a los sin trabajo, a los desalojados, a los enfermos... porque hoy es más grande la herida y a todos nos salpica el dolor y la sangre.
No nos descorazonan en esta liturgia los profetas señalando pecados, ofreciendo amenazas. Hoy alarga Isaías su bondad para que sintamos el abrazo indispensable del Padre que nos consuela ante las pobrezas que nacen de las injusticias, ante la impotencia de superar las equivocaciones, ante la yerma desesperación de los que no encuentran horizonte.
¡Consolad, consolad a mi pueblo!... y, escuchándolo, se nos achican las piedras y las sombras, se alcanza a ver la nube después de la sequía y se nos anticipa la condición de hijos, porque el consuelo es una caricia, un precio que se paga por la desventura, una sabiduría que sale por fin de su escondite.
No existe camino torcido que no pueda enderezarse, ni corazón que toda la vida sea una piedra, ni labios que nunca hayan besado, ni nudos que no puedan desatarse... cuando Dios consuela se pone en movimiento la maquinaria de la vida y aparecen estrellas y rosas donde más arena había, donde nos había rendido la tristeza... El que viene detrás de Juan, no sólo perdona los pecados, sino que nos consuela por haberlos sufrido.
... Y María Santísima, en diciembre, nos abre los ojos de su dicha para que ni siquiera sean precisas las palabras.
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