LOS MÉRITOS DE LA FE
La fe es oscura para el entendimiento, como noche, escribió fray Juan de la Cruz en el primer libro de la Subida. Pero la insistencia del amor sobre ella fue aclarando poco a poco sus hebras oscuras y la noche de la fe se convirtió para él en llamarada, en un voraz incendio sobre sus ramas secas.
La Sagrada Escritura se encarga de señalar los méritos y las consecuencias de haber creído en Abraham, en Moisés, en Isaac, en la Virgen Santísima, que fue feliz precisamente por creer en el anuncio del ángel... en tantos como se fiaron de Jesús por lo que dijo, por cómo había vivido. Tengo en mi casa una copia de La duda de Santo Tomás, de Caravaggio y, mirándola, me alegro a solas porque yo nunca necesité meter el puño en su costado: me bastó con el eco de su voz incesante, con la dulce costumbre de su verdad.
Sin embargo, creer también es un ejercicio para el que se precisa, como advierte fray Bernabé de Jesús, que fue testigo del orar sanjuanista, una cueva, es decir, una soledad desde donde pueda contemplarse el cielo, el río y el campo.
Porque mirando al CIELO, se tiene constancia verdadera de que no alcanzan los brazos para llegar arriba, ni los ojos para contar las estrellas que cambian de sitio y de baile para que no nos atrevamos a ponerle nombre creyendo que las de esta noche son las mismas que ayer nos alumbraron. CIELO para asegurarnos que siempre habrá allá arriba una luz suficiente, un inmenso candelabro que parpadea.
EL RÍO que veía fray Juan desde su cueva segoviana, se llevaba al mar la contradicción de ser hombre y a la par elegido para ser divino, las incomprensiones que se sufren cuando no todos escuchan la misma campana que anima a la danza del bien. El RÍO se lleva la silueta de las horas ciertas que pasaron creyendo que durarían toda la vida. Otra agua nos traerá mañana seguramente. Otra esperanza de ver con las primeras luces la fe crecida.
Seguro que fray Juan miraba el CAMPO con los ojos de ver la tierra que da cosechas y la tierra que se nos abre para la sepultura. Azorín escribía que la catedral de Segovia navega entre trigos amarillos. Esos trigos serán pan y Eucaristía, serán fuerza para que nunca la duda nos convenza.
CIELO, RÍO Y CAMPO y la FE dentro, como el mejor regalo, como un hijo que dejáramos en el regazo de la vida.
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