Se pasaba la vida --interpreto una parábola de Bucay-- pidiéndole a Dios signos para organizar su vida hasta que un día soñó con un cervatillo herido frente a un puma que saltaba para devorarlo. Sin embargo, lejos de lo que podía esperarse, el puma le lamió al cervatillo las heridas, le acercó con su boca ramas tiernas y le puso delante como pudo un cuenco lleno de agua.
Ya está --se dijo-- Dios quiere que me ponga al borde de un camino a esperar que alguien pase y me ayude... Y así lo hizo. Pero cuantos iban pasando apenas si le miraban, tan sano y capaz como parecía. Y el muchacho se entristeció al creer que Dios le había engañado, que la gente con él no respondía. Y se lo contó así a un anciano que miraba no se sabe bien qué horizontes y que supo traducirle, desde la esquina de los años, el signo de Dios en su sueño:
-En lugar de ser tú el ciervo herido, debiste escoger la figura del puma. Dios te pide que ayudes, no que te sientes a esperar de los demás lo que tú estás en condiciones de hacer...
Parece ser que los romanos vivían en duermevela, ya que san Pablo les fustiga: ¡Espabilaos, es hora de despertarse!. Y en el evangelio de este primer domingo de adviento, el Señor nos recuerda también desde san Lucas la necesidad de estar preparados. Preparados para servir. Disponibles para recorrer el largo viaje de esta vida, entre espejos que no reflejan la luz que llevamos detrás de los ojos, entre viejas fotografías de parientes que ya nadie recuerda, viendo como los tiempos se suceden a sí mismos y el ámbar se abre paso en medio de la sombra. Las maletas no descansan en el altillo de los armarios dispuestas a trasladar las conciencias, acostumbradas a dejarse la piel en la memoria de lo que queremos que sea olvido.
Disponibles nos quiere el Señor para la vida. Dispuestos a ir con Él por sus extraños caminos, subidos al barco y a la tarea de apagar con sus manos el ruido del mundo.