El árbol se quejaba de no ser paloma; el río de no ser jardín; el pájaro de no ser rama; el amor se quejaba de que la mayoría, al pasar, dejara en sus carnes la marca de un pellizco y muy pocos se llevaran el bolso de las herramientas.
El anciano se dolía de tener mala salud. Los hijos de tener que usar los días espléndidos para cuidar a sus padres. El dolor se dolía de no encontrar las pastillas. El tendero de las ventas y los precios. El cura de su soledad. El casado de su compañía...
Pentecostés es el Viento de Dios que fija en cada uno la luz de entenderse en su propia circunstancia y, desde ella, saborear y agradecer los dones que Él nos ha regalado, no para que echemos en falta aquello que no somos, sino para que aprendamos a sacarle partido a cada gota de licor que Dios ha derramado en nuestro vaso. Así, el que tenga más ojos que recoja más claridad de las mañanas; el que sepa dibujar que valore el pulso de sus manos; el que habla que busque palabras en los silencios; el que no tiene otro oficio que ser, que sea lo que es regalando presencias... Pentecostés es el Viento de Dios que pone las cosas en su sitio después de haber abierto las ventanas.
Pero también Pentecostés es Fuego. Llamas como lenguas o lenguas como llamas se posaron sobre las cabezas de aquellos hombres sorprendidos. Llamas como lenguas o lenguas como llamas para purificar lo que iban a decir y los gestos que habían de acompañar sus palabras. Llamas para que nunca se les apagara el amor y, como el poeta, fuesen sin demora de su corazón a los asuntos.
Amar a la manera de Dios es abstenerse de hojarascas, de fuegos enjaulados o de quedarse quietos viendo cómo se suicidan con el calor las mariposas. El Fuego de Jesucristo deja heridas de amor en las calles de todos los laberintos y un reguero de rosas inocentes sobre los pechos cansados. El Fuego de Pentecostés es aquel tren que regresa.
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