Casi siempre los saltos de la memoria suelen conducir a los saltos de la infancia, cuando jugar era indispensable para ir conociendo con los amigos el pequeño magisterio de la vida. Recuerdo que las fiestas más gozadas coincidían con la salida del colegio o cuando alguno de los hermanos se adelantaba a comunicarnos que había venido la abuela con la seguridad de un regalillo capaz de dejarnos sin respiración unos minutos.
El 19 de marzo de mis nueve años recibí la Primera Comunión- El ayuno de 24 horas que entonces se hacía, hasta de agua, mantuvo a mi madre en vilo toda la noche por si se me ocurría levantarme a beber y estropear así, irremediablemente, el gran suceso que había convocado a la familia.
Ni agua, ni un sorbo de leche, en ayunas también de conocimientos, de oraciones y de lo que Aquello suponía, fui al altar de marino, sin que en ningún rincón del altar el barco apareciera. El sacerdote --creo que don Manuel se llamaba-- puso en nuestras bocas el panderito de harina, que escribiera Lorca, tras juntar las manos y cerrar los ojos (nunca supe de qué tenía que recogerme en ese recogimiento), nos dieron en casa un chocolate con bizcochos y, como si se tratara de ocasión que pintan calva, rápidamente a pedir a las vecinas y parientes y demás visitas programadas, con el pretexto de las estampitas y de que nos vieran, esos cinco duros que caían en la descarada limosnera y que contribuían a pagar el misalito de nácar o el fleco de las hombreras. Eso era todo. Y era mucho.
Los niños de hoy --como los de antes-- no tienen apenas sentido de lo que significa Cristo en sus vidas... aunque eso sería, por ahora, lo de menos. Lo demás es que a nuestros niños se les tapa esa ignorancia con codicia, y muchos esperan el día de su Primera Comunión con la rabieta del que se siente con derecho a un protagonismo desmedido.
A todos los primeros comulgantes de esta primavera, quiero regalarles el recuerdo de un cuento de Herman Hesse, que no se puede conseguir sino en el almacén de los libros:
Augusto había recibido en su bautismo el regalo de un padrino misterioso que consiguió al niño lo que la señora Elisabeth había pedido para él: Que fuese amado por todos.
Así creció el hijo, rodeado de mimos, entre alabanzas por méritos de los que Augusto no era responsable, pues todo era un don. Los halagos hicieron de Augusto un adolescente caprichoso y más tarde un joven despreciativo. Pero en medio de los agasajos que le trajo la fortuna, Augusto no era feliz... y decidió buscar el modo de quitarse la vida.
Con el veneno ya en sus manos para morir, aquel padrino del mejor regalo sorprende al suicida haciéndose responsable de sus desdichas:
-Estás a tiempo, Augusto, puedes cambiar el don que te ofrecí aquel día obedeciendo el ruego de tu madre.
Y el que era amado por todos descubrió por primera vez la raya de la esperanza:
-Te agradezco, bueno y poderoso padrino, esta oportunidad que vuelves a regalarme. Concédeme que sea yo ahora el que comience a amar.
Y Augusto se olvidó de la muerte porque ya era feliz.
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