Como no siempre apunto lo que me estremece, ahora mismo no recuerdo quién es el autor de esta frase que tan bien nos enmarca en la liturgia de este domingo: Lo que más ofende es la lejanía de las personas a las que amamos y lo que de verdad nos defiende es la presencia de aquellos que nos aman.
Nadie nos ama más que Cristo. Nada como la luz de la fe para sentirnos seguros en medio de las muchas nieblas y tinieblas de cada día. Pero es indispensable una condición para sentir esa presencia: llegar a lo profundo de nosotros mismos, al agua de la mayor hondura. Es necesario interiorizar la Palabra y convertirla en vida y sacramento. Es preciso escribir poco a poco la novela del alma.
Sólo con la Palabra hecha carne sobre la carne propia seremos un Destino, para nosotros mismos y para los demás. Esa fue exactamente la promesa de Dios a Abraham: Serás Bendición y Destino. Bendición por haber hurgado en su intimidad reclamando una respuesta a los hervores del pecho, a la multitud de los caminos: ansias que Dios oyó ungiéndolas con el aceite de su boca. Y Destino, porque los hombres y los pájaros de los siglos sucesivos han bebido en la fidelidad de esa promesa cumplida en el amor de Dios.
Os amo. No os dejaré huérfanos. Permanecerá con vosotros el Defensor... Y una noria de sangre en el tiempo sigue repartiendo la Vida en la esperanza de la Iglesia.
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