En viejas leyendas que los viejos cuentan se recogen argumentos para que el pueblo de entonces entendiera en qué secretas manos se guardaba el agua antes de la lluvia o de qué oscuro escondite había salido el sol, que tanta vida y mañanas nos regala.
Sucedió --explicaban convencidos-- que muchos jóvenes se echaron a las llamas, invitados por los dioses, con la promesa de que serían luz para siempre, calor y bien para los hombres. Y de su atrevimiento y de su fusión con el fuego, el viento elevó a la altura su candela después de convenir con la noche que la luz podría dormir algunas horas. El sol había nacido de ellos. Los jóvenes se habían sacrificado, pero nunca más el mundo estaría a oscuras.
Dentro de la cuidada viña de Isaías fluye una dedicación de amigo. Está seguro el profeta que con tanto amor y vigilia, las cepas darán uvas doradas, vinos dulces, respuestas embriagadas... Sin embargo, de poco sirvió tanta delicadeza porque la cosecha que debió venir se convirtió en agrazones. E Isaías se fue con su dolor a buscar otros modos de esperanza.
Jesucristo va más allá en la viña, en el cuidado y en la responsabilidad de que el dueño vendrá a recoger de los viñadores los frutos que luego serán repartidos. Aquellos jóvenes, que debían haber trabajado, no se echaron al fuego del esfuerzo, y por eso no hubo uvas ni sol que repartir; antes al contrario, mataron al Hijo que venía a disfrutar con ellos el vino deseado... ¿Qué hará el dueño de la viña, entonces, con tan dispendiosos criminales?. Los hará morir de mala muerte condenándolos a vivir de mala vida.
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