En la vida del hombre llega un
momento en que nos sentimos libres, sin ataduras, sin dependencias, pero con el
peligro de caer en la tentación de
prescindir de aquellos que nos sostuvieron hasta el instante en el que “su”
maná dejó de ser necesario. Extraordinario es el relato del libro de Josué
recordándonos que el pueblo de Israel dependía de Dios para alimentarse, pero
cuando llegaron a la tierra prometida, con leche y miel en abundancia, creyeron que ya podían vivir sin Dios y,
alejándose de Él, perdidos, no supieron después reconocerse.
Algo parecido le sucede al hijo
pródigo. Seguro que echó sus cuentas con los frutos de la herencia y entendió
que, con tantos dineros, podría vivir a su manera, sin el padre. Pero ignoraba la existencia de otras
cuentas que no salen sin la presencia y la figura de aquel que, no sólo supo
darle la herencia, sino que había puesto en ella lo que no tiene precio: su amor
de padre. Y como esto no quiso calcularlo, le vino la ruina entre bellotas y
cerdos; la desolación le vino porque también se le estaban secando las entrañas
de hijo. Y esto, sólo esto, le hizo regresar con el arrepentimiento aprendido.
…Nuestro mundo está lleno de
cosas, de las herencias que nos acerca el progreso, de certezas que duran un
verano. Sin embargo hay bocas en el hombre que no pueden taparse con dineros,
ansias que no resuelven las casas de seguros y que sólo colman la ternura de un
Padre Dios, rico en misericordia, con la palabra del perdón permanente en sus
labios... El ser humano busca, en sus tiempos de razonada soledad, una
respuesta para el día después del día de mañana. El ser humano, sin la
trascendencia de su vida, sólo le quedan nostalgias y bellotas. Dios aguarda.
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