Mar de Tiberíades
APARICIONES
Probablemente, desde que se
llevaron al sepulcro a su Maestro, los apóstoles habrán ido contando las
noches, los desánimos, las sensaciones de sentirse huérfanos. Vamos a pescar,
invita Pedro, con el deseo de encontrarse a ellos mismos y, en ellos mismos, la
voz que les animaba, el nervio de su mano milagrosa.
San Juan, al que no se le escapa
detalle, señala que está AMANECIENDO, aunque todavía haya madejas de sombra en
las esquinas de algunas estrellas. Desde ahora, el sol bajará cada mañana a llenar sus cántaras con la luz que va
a recoger del Mesías resucitado. AMANECIENDO, porque empezar se puede, porque
nos cubre la esperanza de una lluvia cierta sobre la sequedad del mundo: en
todos los desiertos hay palmeras.
-Muchachos, ¿tenéis algo que comer?, reclama Jesús con otra voz
desde su nueva apariencia.
Me alegra hoy ver al Señor
menesteroso, a la puerta de nuestras vidas pidiendo algo de nosotros, una
pequeña abundancia, acaso un pez desde la brasa. Dios, el emperador que decía
santa Teresa, pidiéndoles a la orilla de una mañana los peces que sus amigos no
habían pescado en la noche… A nosotros, algo también nos pide: cualquier agradecimiento, una
mínima compañía, los pálpitos del pecho. Él, el Dios dueño de todo, reclamando
parte de nuestra pobreza…
Cuando tantas veces oigo la queja
de por qué Dios no remedia el hambre del mundo, evita las catástrofes, por qué permite
tanta desgracia, miro a Jesucristo cabizbajo, distraído con la arena del
Tiberíades, pidiéndome algo de mi tiempo, de mi corazón, de mis sueños; reclamando
mi participación en resolver las tristezas y los abandonos de los más necesitados.
Los milagros los hace Él, a nosotros sólo nos pide que le acerquemos las herramientas.
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