13 abril, 2013

DOMINGO III de PASCUA. Juan 21, 1-19


Mar de Tiberíades


APARICIONES

Probablemente, desde que se llevaron al sepulcro a su Maestro, los apóstoles habrán ido contando las noches, los desánimos, las sensaciones de sentirse huérfanos. Vamos a pescar, invita Pedro, con el deseo de encontrarse a ellos mismos y, en ellos mismos, la voz que les animaba, el nervio de su mano milagrosa.

San Juan, al que no se le escapa detalle, señala que está AMANECIENDO, aunque todavía haya madejas de sombra en las esquinas de algunas estrellas. Desde ahora, el sol bajará cada mañana  a llenar sus cántaras con la luz que va a recoger del Mesías resucitado. AMANECIENDO, porque empezar se puede, porque nos cubre la esperanza de una lluvia cierta sobre la sequedad del mundo: en todos los desiertos hay palmeras.

-Muchachos, ¿tenéis algo que comer?, reclama Jesús con otra voz desde su nueva apariencia.

Me alegra hoy ver al Señor menesteroso, a la puerta de nuestras vidas pidiendo algo de nosotros, una pequeña abundancia, acaso un pez desde la brasa. Dios, el emperador que decía santa Teresa, pidiéndoles a la orilla de una mañana los peces que sus amigos no habían pescado en la noche… A nosotros, algo también nos pide: cualquier agradecimiento, una mínima compañía, los pálpitos del pecho. Él, el Dios dueño de todo, reclamando parte de nuestra pobreza…

Cuando tantas veces oigo la queja de por qué Dios no remedia el hambre del mundo, evita las catástrofes, por qué permite tanta desgracia, miro a Jesucristo cabizbajo, distraído con la arena del Tiberíades, pidiéndome algo de mi tiempo, de mi corazón, de mis sueños; reclamando mi participación en resolver las tristezas y los abandonos de los más necesitados. Los milagros los hace Él, a nosotros sólo nos pide que le acerquemos las herramientas.


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