BELLEZA, VERDAD
Y COMPROMISO
Desde el evangelio, y sin matices por ahora,
convertirse es recuperar una presencia. Los males, los desaciertos, las
confusiones nos persiguen y lastiman, generalmente, por no tener al lado a la
persona que vestiría de belleza, compromiso y verdad las cosas que nos pasan.
Ausentes de ella, nos asfixia el presente y el porvenir con su mano inventada.
Razón tenía san Juan de la Cruz al advertirnos: el
único sufrimiento del hombre es no tener a Dios.
Cada año la liturgia nos reclama: ¡Convertíos!
¡Convertíos!... y el alma termina diciembre jadeante, cansada de no alcanzar su
destino. Octavio Paz lo refleja en uno de sus mejores versos: “No hay nada en
mí sino una larga herida”. ¡Convertíos! ¡Convertíos!
Hilvanando estas consideraciones, pasa Jesucristo
junto al mar, con todas las redes en sus ojos, y encuentra a dos muchachos
primero, luego a otros dos, ociosos de temperamento, hablando entre ellos quizá
de las heridas del sol cuando a las doce quema o de las traiciones del agua
cuando hurgan en su vientre a deshora. Y les invita: ¡Seguidme!
Una palabra sola fue suficiente para que dejaran
las redes y siguieran al Maestro. Recuperaron el ansia que llevaban y que el
mar aún no les había dado, ni la cosecha de peces, ni siquiera el aprieto feliz
de la familia. Con el Maestro se fueron porque ellos estaban derramando su
juventud sin el provecho que reclamaba su apetito.
Y Jesús enseñó a Simón y a Andrés, a Santiago y a
Juan, a poner hermosura en los rostros y en las casas, en las calles, en el
rizo del agua que tan bien conocían… Y Jesús les enseñó que es verdadero
aquello que ampara y fortalece, verdadera la sangre que nos invita a compartir
el pan y la palabra, la luz de la luna y los silencios. Verdad, sólo es verdad
lo que enamora. Y Jesús les enseñó a comprometerse con esa fijación de bondades,
fieles a una tarea, obreros de ríos
interiores donde los peces hablan entre sí de orillas nuevas, de luces
escondidas.
Convertirse es recuperar la presencia de Jesús en
el tiempo y en la vida que sobrevivimos. La Iglesia seguirá poniendo los puntos
sobre las íes para que nadie caiga en la tentación de crear un fantasma
personal con la fe de Jesucristo. El Espíritu enjugará en ella, eternamente, el
caudal de su presencia. En el asombro de cada Eucaristía, la Madre Iglesia nos
lo devuelve intacto, tal como era.
(Foto: Orillas del Tiberíades. P.V.)
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