LA SUPERACIÓN
El dolor deja a los seres humanos cautivos para
desarrollarse, inermes de entusiasmo. Y cuando ese dolor proviene de las
injusticias, se agranda más la tristeza viéndose uno desamparado frente a los
poderosos.
Así estaba Jesús cuando alguien le comunicó que a
su amigo, a su primo, al último profeta del Antiguo Testamento, a Juan, el que
le bautizó después de tantos ejemplos y humildades, Herodes le había cortado la
cabeza por el capricho de una jovencita que bailó para el rey, entusiasmándolo,
y a instancias de Herodías, su madre,
ruin y rencorosa, que aprovechó la debilidad del vino para vengarse… En una
bandeja pusieron su cabeza. Mujeres piadosas pondrían debajo pañuelos blancos
para secar la sangre.
Con este sufrimiento encima, Jesús necesitaba
refugiarse en el cuenco de la soledad, donde mejor se escuchan los sonidos del
perdón y del olvido. Matar a un hombre por rencor, por cualquier otra causa;
matar, por poca conciencia que se tenga, debe ser como adentrarse en la niebla
y quedar para siempre naufragando en pesares. Del crimen de Herodes no
conocemos las consecuencias; del dolor de Jesús, sí, que no se detiene en el
paisaje de la circunstancia ni se ampara en la soledad. De ahí que restaure su
pesadumbre sintiendo misericordia, compasión y desvelo por aquella multitud que
le sigue con la boca abierta del hambre; con la boca del alma, también,
insatisfecha.
Sale del pozo de aquella injusticia sufrida
haciendo el bien, multiplicando el bien que reclama su corazón y que el Padre
le había encomendado.
Difícil tarea la que nos solicita este evangelio de
san Mateo que nos advierte de la esclavitud del hombre cuando se vive en la
laguna de los rencores, incapaces de quemar la venganza y de espantar los agravios.
Sólo la Eucaristía, el Pan de Jesucristo, que llega después de haberlo deseado,
puede elevarnos a la altura de los ángeles, al lugar preciso donde no lleva
espinas el amor, donde el amor sólo aguarda plenitud entre arrimos y
duermevelas.
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