
Formosa (R.Argentina)
RECONOCER LO ESCONDIDO
EL GOZO DE SABER QUE VIENES
Nuestro poeta Muñoz Rojas, en su libro Rosa, se lamentaba delicadamente: Se me fue la vida intentando detener la hermosura. Así a nosotros, en cada año que pasa, en cada Navidad madrugadora, contamos con una grieta más en las manos, brotada por el afán de sujetar la Hermosura de Dios que se achica en Jesucristo que, aunque niño, desborda la cuna de los corazones. Creo que fue Rafael Guillén, mirando a su esposa, quien se dejó caer en un verso sublime: Dios cabe en el hueco de nuestras manos juntas. Si es la cuna el amor, no solamente en ella cabe, sino que también reposa.
Hoy tenemos la alegría de saber que viene para hermosear al hombre, para vestirnos de su luz y salvarnos, no con salvaciones de problemas concretos ni siquiera con el milagro de una fruta alcanzada, sino para salvarnos enteros, desde la entraña hasta la última raya del pensamiento, desde la intención de mirar hasta el abismo de ser.
Ah, Dios todo en el vientre del deseo, sostenido por los flujos inmaculados de María. Dios errante y quieto en la menudencia de un asombro. Dios acunado en las manos del mundo si el mundo fuera capaz de unir sus manos para sentir el peso de tanta maravilla. Paciencia, que ya llega. Paciencia, Dios a punto de nacer, que también nosotros llegaremos algún día al nacimiento pleno de encontrarte.
ADVIENTO ES DESEAR
Son difíciles de esconder los deseos. Están en el fuergo de los ojos, en la prontitud de las manos, en las alas de la voluntad, en las prisas del corazón... Desear es adelantarse, vivir ya lo que está a punto de aparecer. Jesús, el Señor, llega siempre a la Eucaristía, pero viene con otro aire si se le desea.
Ah, cuánto deseaban aquellos judíos que apareciese en su historia y en su país, en sus familias y en sus esperanzas, el Hijo de la Libertad. Tenían sobradas razones para agrandar sus ansias. La primera, el cansancio de sufrir la vieja invasión del Imperio Romano con la exageración de sus impuestos, la veleidad de sus costumbres, la imposición de sus dioses... a un pueblo tan religioso como el hebreo, el elegido por Dios, quisieron cambiarle camino por vereda. Les habían descosido en el Imperio los bolsillos de su economía y, al mismo tiempo, quisieron desangrarle los bolsillos del alma.
La segunda razón es lo que anunciaban como inminente las Escrituras y por un pálpito inexplicable de ausencias que soportaban en el pecho como una advertencia continua. Igual que aguarda el centinela la aurora, los judíos esperaban el nacimiento del Mesías. asomándose al desencanto de su tristeza.
Adviento es desear.
Con padecimientos paralelos, los cristianos de hoy aguardamos la recompensa de la liberación. Puede que no con tanto deseo. Es posible que con menos sangre en la esperanza, pero de todas las maneras Él va a venir, ha venido ya, si se nos agrietaron los labios de llamarlo.
UN ABISMO INMENSO
En la vida, casi todo es una cuestión de distancia y de ojos. Cuando niños, eran más altas las palmeras y el Guadalquivir se llenaba de oro en las mañanas; a los pobres se les decía: perdone usted por Dios o se les daba una peseta si estaban a la puerta de una iglesia. Ahora, con la herida de los viejos pensamientos sobre la conciencia, el Guadalquivir casi no lleva agua, amanece a una hora distinta de los sueños y los pobres, ese abismo insalvable, sigue aguardando su dignidad en la otra orilla de nuestra mirada.
El Señor Jesús nos presenta en esta parábola dos casos extremos: un rico que sólo sufre indigestiones, que bebe licores de miel y no parpadea ante la música y que únicamente tiene ojos para ver cómo llegan los platos y el olvido. Y un pobre, Lazaro, que se alimenta en silencio de las sobras y agradece la lengua larga de un perro que le ha visto por tenerlo tan cerca. Pero también hay casos menos llamativos, más disimulados, con los que justificamos, por relativa impotencia, no hacernos cargo de tan radicales injusticias. Ellos están a mucha distancia y, ojos que no ven...
Recuerdo haber leído que Ortega, ya con muchos años, se lamentaba de la conducta de ciertos jóvenes: No es que no nos vean, es que ni siquiera nos miran, decía con sufrimiento.
Ya es hora de levantarnos del sueño, que escribía San Pablo. Hora de que abramos los ojos y recorramos el camino. Porque el abismo que hay entre los muy pobres y nosotros es habernos puesto ciegos de indiferencia y de vinos. A la hora de la verdad, la luz de los pobres anunciará su vuelo y será muy difícil entonces alcanzar con ellos semejante distancia.
La primera muestra de un espíritu equilibrado --escribía Séneca a su amigo Lucilio-- es la facultad de situarse y permanecer en sí mismo... Pero en la vida de los seres humanos hay tiempos de turbulencias, de soledades incompletas, de peregrinajes continuos que oscilan entre el pecado y los cansancios. Y en ese cambio de paisaje interior, coinciden los días de mayor conocimiento con la más grande soledad.
Hoy estamos ante dos grandes pecadores, David y María Magdalena, que llegan a conocer la hondura de su equivocación. Y todo se les va en llantos: un llanto seco, el de David; y el visible e interminable de la Magdalena. Es el llanto de soledad que deja la luz cuando se adentra en el pecho y ya no pueden esconderse las sombras. Es el llanto gozoso que deja la misericordia de Dios cuando la criatura ha sabido reconoerse culpable. No lloran esta vez los cobardes, sino los arrepentidos, los que pudieron convencerse de que, desde Jesucristo, se puede nacer de nuevo y señalar con el dedo el difícil mapa de los viajes que en la Verdad desembocan.