10 abril, 2010

DOMINGO II DE PASCUA Hechos 5, 12-16 ; Juan 20, 19-31



HEMOS VISTO AL SEÑOR

Llovía aquella tarde espumas de nieve sobre las casas. Se le estaba muriendo lo que más quería, su hijo recién nacido, amarillo y sin remedio bajo el cristal de la incubadora. Estallaba en sus ojos la tristeza cuando me pidió que fuese a bautizarlo.
- Juan, se ha de llamar Juan.
Y con un algodón empapado en agua milagrosa metí la mano bajo la transparencia y Juan se quedó hecho un ovillo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Su padre y yo nos fuimos a la capilla a pedirle a Dios otra lluvia de paz que remediase en lo posible el dolor de tanto desgarro. Diez, doce minutos y nos levantamos en un abrazo como si ambos hubiésemos coincidido en la misma luz. ¡Hemos visto al Señor!, nos faltó decir, porque el Señor se había dejado ver en el fuego más alto de la plegaria.
Después de dieciocho años, la misma voz incesante del mismo padre que me pidió el bautismo para su Juan en la incubadora, volvió a buscarme a muchos kilómetros de distancia para presentarme, hecho ya un hombre, al niño que los médicos habían señalado en el reloj la hora de su muerte.
-Este es Juan, ¿se acuerda?
Y cómo podía olvidarme de aquella cabecita de limón apagado que sufrimos juntos en la soledad y desde la que ni siquera nos atrevíamos a pedir un milagro.
-¡Hemos visto al Señor!
Y cada Pascua que pase, todos se sentirán curados, como narra el libro de los Hechos. Y los tomases y los desconfiados no tendrán más remedio que arrodillarse y clamar humildemente:
-¡Señor mío y Dios mío!

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