DOMINGO DE
PENTECOSTÉS
Pasan los siglos y con ellos la lentitud de lo que
somos, los temas permanentes, el alma y sus paisajes de siempre: vida, muerte,
amor y duda, gozo y tristeza de mirar al reloj y no saber cuando se nos
clavarán las agujas.
Llega Pentecostés
--el Viento de Dios que nunca estuvo ausente-- y nos sorprende otra vez
desamparados. Igual que los amigos de Jesús en este intencionado evangelio de
san Juan, estamos, como la tarde, a oscuras; con miedo, porque siempre hay
alguien a quien sufrimos o basta con que nos suframos a nosotros mismos;
tristes por las ausencias, incluso de aquellas presencias que nunca tuvimos. Y
en pecado. Y en pecado...
Así aguardaban los apóstoles a la Llamas de Amor
salidas del Corazón del Maestro, como lenguas que habían de lamer con fuego
frío su soledad.
El tiempo, ese dolor que rueda con los años, nos
devuelve hoy el amor de Dios como se entregan en una bandeja los deberes
cumplidos: TIEMPO DE LUZ, para que veamos claro, incluso en las noches de
dormidas estrellas, sabiduría de lámparas que atraviesan los muros de la
enfermedad, del cansancio o la desidia; luz de libro que saca las manos de las
hojas para que no falten en las palabras los abrazos. TIEMPO DE ALEGRÍA porque
en Dios cesa el cansancio de los apetitos y Él, que traspasa las horas de los
relojes como quien parpadea, nos cuenta cosas estremecedoras, encontrados
paraísos en el Paraíso del Padre. TIEMPO DE MISERICORDIA nos trae Pentecostés,
igual que el mar no se cansa de repetir su aullido y su oleaje. Bañados en el
barro de la limitación, Dios nos ofrece hoy el incendio besado de un fuego que
deleita. Dios le pague a Dios tanta abundancia.
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