23 mayo, 2015

DOMINGO DE PENTECOSTÉS Hechos 2, 1-11 . Juan 20, 19-23

DOMINGO DE PENTECOSTÉS


Pasan los siglos y con ellos la lentitud de lo que somos, los temas permanentes, el alma y sus paisajes de siempre: vida, muerte, amor y duda, gozo y tristeza de mirar al reloj y no saber cuando se nos clavarán las agujas.

Llega Pentecostés  --el Viento de Dios que nunca estuvo ausente-- y nos sorprende otra vez desamparados. Igual que los amigos de Jesús en este intencionado evangelio de san Juan, estamos, como la tarde, a oscuras; con miedo, porque siempre hay alguien a quien sufrimos o basta con que nos suframos a nosotros mismos; tristes por las ausencias, incluso de aquellas presencias que nunca tuvimos. Y en pecado. Y en pecado...

Así aguardaban los apóstoles a la Llamas de Amor salidas del Corazón del Maestro, como lenguas que habían de lamer con fuego frío su soledad.


El tiempo, ese dolor que rueda con los años, nos devuelve hoy el amor de Dios como se entregan en una bandeja los deberes cumplidos: TIEMPO DE LUZ, para que veamos claro, incluso en las noches de dormidas estrellas, sabiduría de lámparas que atraviesan los muros de la enfermedad, del cansancio o la desidia; luz de libro que saca las manos de las hojas para que no falten en las palabras los abrazos. TIEMPO DE ALEGRÍA porque en Dios cesa el cansancio de los apetitos y Él, que traspasa las horas de los relojes como quien parpadea, nos cuenta cosas estremecedoras, encontrados paraísos en el Paraíso del Padre. TIEMPO DE MISERICORDIA nos trae Pentecostés, igual que el mar no se cansa de repetir su aullido y su oleaje. Bañados en el barro de la limitación, Dios nos ofrece hoy el incendio besado de un fuego que deleita. Dios le pague a Dios tanta abundancia.

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