22 mayo, 2010

DOMINGO DE PENTECOSTÉS. Hechos 2, 1-11


CINCUENTA DÍAS

Tuvieron que pasar cincuenta días desde la Pascua a la venida del Espíritu Santo para que la Iglesia comenzara su camino de fuego y de persecuciones. La Verdad, mientras, acomplejada en los apóstoles, entre fatigas y miedo, desencanto y tristeza, en una casa con las puertas cerradas donde el único aire venía de los labios de la Virgen; la única esperanza, del corazón de la Madre.

De pronto un Viento, un Ruido, un Fuego se adueña de la tristeza y comienza en todos un látigo de llamas que les devuelve el entusiasmo perdido, la energía callada, la fuerza, hecha trizas, por tantos días de espera.

Era Dios el Viento, el Ruido y el Fuego. El Espíritu que Cristo había anunciado, convertido en vendaval y brisa para que los apóstoles pasaran de la quietud a la lucha. Ruido de trompetas que anuncien al mundo un amor cumplido en las continuas entregas de Dios a sus hijos. Fuego de luz y paraíso, de quemaduras que no duelen pero purifican la piel de los cansancios.

Desde Pentecostés ya nada ni nadie fueron los mismos. La luna iluminó las cuevas de la noche, y los hombres y los pueblos se depertaron para siempre de sus dudas y comenzaron a entenderse, más que por las palabras, por los entusiasmos.

Eso es. Eso debe ser Pentecostés: una Pasión que no se achica por más que nos persigan (el Mal tiene la obligación de hacer su juego), una Enseñanza que los tiempos no agotan. Un Amor, el de Cristo, que nos ha de seguir volviendo locos.

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