21 agosto, 2010

DOMINGO XXI del TIEMPO ORDINARIO . Hebreos 12, 5-7ss ; Lucas 13, 22-30


¡SEÑOR, ÁBRENOS!

A veces el Señor, como refiere poéticamente Isaías, hiere al violento con la vara de su boca y al malvado con el aliento de sus labios. Pero son formas de decir que tienen los padres cuando deben corregir a sus hijos; así lo señala hoy la carta a los Hebreos. Aunque al final, como el mejor Padre que es el Padre Dios, terminará cumpliendo lo que profetiza Miqueas: Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos.

Mientras tanto, Dios se ve en la obligación de corregirnos para que no concluyamos nuestra vida engordados por los caprichos y las veleidades, anchos e impotentes para atravesar la puerta del amor y la verdad.

Esforzaos (sería la palabra clave) por entrar por la puerta estrecha. ¡Esforzaos!

...Con frecuencia se camina en este mundo debajo del sufrimiento. La indigencia de muchas familias, las enferemedades irreversibles de algunos hijos; el trabajo duro, casi inhumano de bastantes hermanos nuestros... nos dan una idea de la estrechura por la que atraviesan en sus vidas. Para la subsistencia, estamos convencidos que es indispensable la lucha, el esfuerzo diario. No obstante, en lo espiritual, en aquellas negaciones o encauzamientos por donde hemos de dirigir nuestros apetitos, en las exigencias que conlleva el seguimiento de Jesucristo, caemos rápidamente en la flacidez, arguyendo que son mentalidades pasadas o sinsabores que hemos de evitar. Y se termina, en lo moral, cayendo en el relativismo del todo está bien según se haga y del no vivirá los sacramentos pero es un buen cristiano porque es una excelente persona. Queremos ensanchar la puerta cuando nos hemos dado cuenta de que no estamos en condiciones de pasar por ella.

¡Señor, ábrenos!. Somos los equivocados, los que creíamos que la educación cristiana era un trámite, los que entendíamos que nuestros hijos debían ser bilingües y estudiar buenas carreras para triunfar, sin hablarles demasiado de Dios para no importunarles en sus golosinas de juventud. Somos los mismos que unas veces te queríamos y otras te olvidábamos. Permite que pongamos remedio a lo que todavía tiene. Permítenos otra vez, Señor, comenzar a quererte.

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