02 octubre, 2010

DOMINGO XXVII del TIEMPO ORDINARIO. Timoteo 1,6-8ss ; Lucas 17, 5-10

TRASLADAR MORERAS. TRASLADAR MONTAÑAS

Desde San Pablo, y por la personal experiencia de la fe, tenemos conciencia de haber recibido un espíritu valiente, de los que no conocen fronteras ni disimulos, matizado sólo por la elegancia espiritual del comportamiento. Una fe que trasladaría montañas si no fuera por los brazos del pecado, que tanto sujetan.

JESÚS garantiza en este evangelio que si tuviéramos fe como un grano de mostaza, le podríamos decir a una morera que cambiase de lugar, y sería obediente; y a una montaña que bajase a la llanura hasta quedarse descalza, y ella misma encontraría sosiego en su bajeza.

Se me figura que trasladar moreras es lo que buscábamos en la niñez para darle de comer con sus hojas a los gusanos en su caja de cartón con agujeros. Ellos constituían el mejor asombro de nuestra infancia al comprobar cómo el gusano se iba labrando una mortaja de seda hasta morir y aparecer de nuevo convertido en blanca mariposa... Cambiar de sitio los árboles amados para que puedan alimentar mejor nuestro deseo de transformación. No nos ha de faltar la mano y la ayuda del que todo lo puede.

Trasladar montañas se acerca mucho más a un ejercicio directamente divino. Desde las palabras seguras del Maestro, podemos llegar a conquistar, como el Hiperión de Keats, nuevos y hermosos reinos y regir en ellos con las más atrevidas complacencias. La fe de trasladar montañas exige una luz firme y comprometida, recta y deliciosa, fraguada en el temperamento de la Verdad... Teresa de Lisieux, la santa carmelita que hemos recordado en estos días, trasladó su inocencia a la sabiduría de su tiempo, el dolor de no ser entendida a tantos como en el mundo aún no reconocen el amor de la Iglesia, su abundancia de espinas en lluvia de rosas que perfumaran la vida. Un grano de mostaza fue y han sido incalculables los corazones y las montañas que han cambiado de lugar por su doctrina.

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