25 septiembre, 2010

DOMINGO XXVI del tiempo ordinario. Lucas 16, 19-31



UN ABISMO INMENSO

En la vida, casi todo es una cuestión de distancia y de ojos. Cuando niños, eran más altas las palmeras y el Guadalquivir se llenaba de oro en las mañanas; a los pobres se les decía: perdone usted por Dios o se les daba una peseta si estaban a la puerta de una iglesia. Ahora, con la herida de los viejos pensamientos sobre la conciencia, el Guadalquivir casi no lleva agua, amanece a una hora distinta de los sueños y los pobres, ese abismo insalvable, sigue aguardando su dignidad en la otra orilla de nuestra mirada.

El Señor Jesús nos presenta en esta parábola dos casos extremos: un rico que sólo sufre indigestiones, que bebe licores de miel y no parpadea ante la música y que únicamente tiene ojos para ver cómo llegan los platos y el olvido. Y un pobre, Lazaro, que se alimenta en silencio de las sobras y agradece la lengua larga de un perro que le ha visto por tenerlo tan cerca. Pero también hay casos menos llamativos, más disimulados, con los que justificamos, por relativa impotencia, no hacernos cargo de tan radicales injusticias. Ellos están a mucha distancia y, ojos que no ven...

Recuerdo haber leído que Ortega, ya con muchos años, se lamentaba de la conducta de ciertos jóvenes: No es que no nos vean, es que ni siquiera nos miran, decía con sufrimiento.

Ya es hora de levantarnos del sueño, que escribía San Pablo. Hora de que abramos los ojos y recorramos el camino. Porque el abismo que hay entre los muy pobres y nosotros es habernos puesto ciegos de indiferencia y de vinos. A la hora de la verdad, la luz de los pobres anunciará su vuelo y será muy difícil entonces alcanzar con ellos semejante distancia.

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