22 enero, 2011

DOMINGO III del TIEMPO ORDINARIO. 1ª Corintios 1, 10-13.17 ; Mateo 4,12-23


UNA LUZ COMÚN Y UN INCIERTO DESTINO

Escribe Vicente Aleixandre que una tarde en la sierra de Córdoba, mientras bañaba sus pies en la melancolía de un arroyo, preguntó a un adusto campesino, de esos que llevan cayado, sabiduría y sombrero, que adónde nacía ese agua tan limpia. Un hombre tan acostumbrado a esos caminos, que había atravesado cientos de veces el fluir del arroyo desde su principio, le contestó secamente, como un Séneca: ¿Quién lo sabe?...

Porque debajo de aquellos suelos, como debajo de todas las miradas, late la confusa certidumbre de un misterio. Bastantes horas de mi vida he dedicado a descifrar el inmediato y libre encadenamiento de esas cuatro vocaciones que nos narra san Mateo: Simón y Andrés, Juan y Santiago, cautivados por los horizontes del mar y de las redes, jóvenes sufrientes de mareas, amores y judaísmos, de pronto se sienten sobrecogidos por una mirada habladora, la de Jesús, que deja heladas en sus labios las preguntas y las perplejidades. Y se van con Él, calladamente, como quien estrena una vida que se irá cuajando en asombros.

Seguro que alguien les preguntaría, sus padres, sus familias, sus otros amigos... ¿adónde vais?. Como el cordobés del arroyo responderían: ¿Quién lo sabe?... Lo único que puede saberse en una vocación tan nacida en raíz es que, acompañados de semejante luz, merece la pena la aventura de vivir con el Señor. Se quedaron para siempre aquellos nudos de las redes sin hacer, las velas de las barcas del Trueno sin subir, la luna y las noches sin cómplices para pescar, pero ellos fueron libres para seguir a quien nadie aún conocía ni tampoco ahora puede explicarse. Él sólo es la luz y la luz sólo puede decirse en resplandores.

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