26 marzo, 2011

DOMINGO III de CUARESMA Éxodo 17, 3-7 ; Juan 4, 5-42

La samaritana. J.R. de Torres

EL CÁNTARO Y EL AGUA

En Andalucía, hablar del agua es sucederse en los surtidores de la Alhambra, escuchar los sonoros desniveles de Medina Azahara o asomarse al Guadalquivir, señor callado de todas las historias. Para los orientales, que en parte hemos vivido su influencia, el agua es, además, la vida.

Pero el ser humano tiene sed: aquellos israelitas desconfiados del Éxodo, los esposos de la samaritana y la multitud de lenguas resecas en nuestro tiempo, tienen sed, tenemos sed de acabar con palabras y actitudes mentirosas, sed de amigos entrañables, sed de mejorar, sin que hasta ahora el agua de la rutina y de las cosas nos haya ayudado a conseguirlo. Demasiados amantes tiene la vida, enmascarados y seductores, como para no sacar la lengua y probar su agua dulce aunque más tarde termine siendo amarga...

Hasta que llegue Jesús.

Como Jesús le llegó a la samaritana con la intención de cambiarle el agua del cántaro por la suya.

Dice el evangelio que la samaritana dejó de pronto el cántaro y el agua para seguirlo... Por qué, podríamos preguntarnos, una mujer acostumbrada a la dejadez de su historia, después de la conversación con el Maestro, deja el agua que, en Samaria, es como dejar la vida?... San Juan de la Cruz, como siempre, tiene la respuesta más atinada y más poética: la samaritana dejó el cántaro y el agua por la dulzura de las palabras de Jesús. No tanto por lo que le dijo, sino por cómo se lo dijo.

Ah, cuánto bien puede hacer el ajustado gesto de una palabra que nace, como niño esperado, de las entrañas. Debieron tener una precisa humedad los labios del Maestro para que cambiara de fuente una mujer equivocada... De su boca siguen saliendo hoy los frescos manantiales de la Verdad para una sociedad cada día más confusa y acalorada.



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