04 junio, 2011

DOMINGO de la ASCENSIÓN DEL SEÑOR. Hechos 1, 1-11 ; Mateo 28, 16-20

SUBIR, DE VEZ EN CUANDO

En su dolor, la soledad no conoce su destino. Por más que el Maestro les haya advertido, sostenido y dejados a la luz abiertos, los apóstoles no quieren quedarse sin el Árbol que tanta sombra y frutos les ha dado. Terrible es para el corazón la ausencia de lo indispensable. Y Jesucristo, el Señor, ya nunca más va a ser visto con estos ojos de entender las cosas, con estos ojos que no necesitan perforar el misterio.


Ha llegado la hora y es irremediable que su Señor regrese a la pura divinidad. Se adentra en el algodón de las nubes y, hasta que vuelva, Jesús es una ausencia para los incrédulos y una presencia para los creyentes. Se ha dividido para siempre la humanidad entre los que no están dispuestos a aceptar aquello que no pueda ser demostrado y los que preferimos balancearnos en la fidelidad de una Palabra donde siempre se oyen los silencios del mar o las carcajadas del agua. Ah, qué locura dichosa entender que del Sol cuelgan las lámparas que cada día precisa para su cumplimiento, contrariamente a la perplejidad de los que sólo cuentan con un metro de medir lo visible.

...Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos. Y está en el alfiler de la cinta que sujeta la noche, en el joven que se asoma a la luz y se deslumbra, en el paralítico que gira y gira la esperanza en su silla de ruedas. Vive en las familias desnudas de criterios o de recursos que desean asentar el amor en sus hijos. En los ojos de los ciegos vive y en el fuego y en la inexplicable piedrecilla del camino. Vive dentro. Por eso, tienen su razón los ángeles cuando nos corrigen: ¿Qué hacéis ahí, pasmados, mirando al cielo?

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