19 noviembre, 2011

DOMINGO XXXIV del TIEMPO ORDINARIO. Mateo 25, 31-46

Manos agradecidas


UN REY DISIMULADO

Cada noche aparece al borde de la cama la fatiga de no haber acertado. Del mismo modo que el viento no puede detenerse en las banderas, la conciencia también se agita pensando que la caridad es una rama quebrada en nuestra condición de cristianos.

Para vivir, Cristo se quita la corona y se viste de hambriento, de ajusticiado sin causa, de perseguido... Se viste de hombre en sus circunstancias y levanta los brazos y la voz para recordarnos que la vida es apenas una mano y un instante. Mano la del que pide; instante, el del que sabe aprovecharlo para llenarla.

Solemos buscar a Dios en la lejanía de los místicos, en la insistente oración frente al Sagrario, en la piedra del alma que se nos cae cada vez que intentamos subirla a la cima... En todos esos empeños está Dios, pero se deja ver al trasluz, muy recortadamente, y tampoco tenemos certeza de si es Él o el fantasma de nuestro deseo. Sin embargo, se reconoce con más claridad en la mano alzada del que viene con hambre, o soledad o miedo. Del que viene con lágrimas, como ayer, cuando se me acercó sin consuelo una mujer con certificado médico en el que estaba escrita la palabra cáncer.

En un puñado de espumas se nos va la tarde. Y la vida se nos va con los ojos cansados de tanto buscar a Dios entre la niebla...

Es más fácil encontrarlo en los ropajes de cada día, en la madera de los barcos que salen a faenar, en las sábanas de los moribundos... Dios deja su corona al borde de las necesidades o debajo de las almohadas, para que tenga su brillo y su oro la esperanza.

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