17 marzo, 2012

DOMINGO IV de CUARESMA. IICrónicas 36, 14ss ; Salmo 136 ; Juan 3, 14.21

Calles encantadas

EL EXILIO


El exilio es una calle larga que nos conduce a las afueras de los sitios o a las afueras de uno mismo. En cualesquiera de los dos queda un dolor fino, una llanura amarilla expuesta al viento.

Israel y sus hijos no escucharon la advertencia de los profetas. No hicieron caso al destino que el amor les marcaba, y se fueron yendo de los caminos de Dios, como animal que se desboca sin tener en cuenta el precipicio: sus vidas eran saltos al vacío de una locura dichosa y fueron víctimas, por eso, de un placer pegado al desasosiego y a la carne. Un rey extranjero tuvo llevar al cautiverio de Babilonia a los que subsistieron de la guerra y los israelitas decidieron colgar las cítaras de los árboles porque no se sentían con ganas de cantar.

Lo peor no era sólo estar fuera de su pueblo, sino estar fuera de sí mismos, exiliados de la fidelidad que debían a Dios, desterrados de su propia conciencia. No podían cantar porque habían olvidado las canciones del alma en el alma aprendidas.

Jesucristo viene a remediar este suicidio colectivo de la alegría. Viene a que el Israel de ahora, esta Iglesia de hijos, se reencuentre de nuevo con la luz perdida. Viene a ofrecerle la libertad de salir de una situación que rompe continuamente las cuerdas de la guitarra interior porque las tensa una mano que no sabe. El que no es capaz de descubrirse el espíritu y el Dios que allí vive, se condena él solo a la tristeza, a que se lleven otros la música después de haber sabido descolgar de los sauces las cítaras perdidas.

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