04 enero, 2014

DOMINGO II de la NAVIDAD. Juan 1,1-18


LA PALABRA


En el alboroto incesante de todos los principios estaba la Palabra, como una criatura sublime que cambia de conversación según el apetito con que el hombre decida escucharla.

¡LA PALABRA!

Dios dijo hágase la luz y se reconocieron a sí mismas todas las cosas del mundo. Y el mundo pudo verse, entonces, tal cual era, para siempre, desde el cristal infinito de Sus ojos. La Palabra primera que sólo escucharon los pájaros de aquellas conciencias fue: Hágase la luz!. Habló Dios y lo que dijo fue un incendio en su boca, una infinita peregrinación de antorchas que nos ha hecho saber hasta qué punto la creación es una luz continuada sobre la sombra fugitiva.

Cuando el hombre oscureció esa Palabra, Dios volvió a afilar su garganta, a renovar la leña de sus hornos: Hágase la misericordia, vayamos al mundo junto al Hijo, que el hombre vuelva a la sabia costumbre de la ternura. La segunda, la mejor, la definitiva Palabra fue Jesucristo, que vino  a la vida vestido con la Palabra primera de la luz creadora y con ese otro decir suyo, infinito, desbordado, incalculable, amoroso y alto como el pecho del aire. Jesucristo, que apareció una mañana  para dejarnos todos los besos que el Padre guardaba desde su  eternidad, sujetos en la boca del tiempo…


Desde entonces, Juan, el desterrado y el evangelista, supo que este mar de Tiberíades tiene un pecho en el que laten las velas al viento como si palpitara un corazón de seda. Y que la vida es también un pecho grande que oculta las palabras, sólo esas, que la boca no ha aprendido a decir. Un pecho que desde entonces yo busqué, como el de los Cantares, semejante a un racimo de uvas, en el que poco a poco se vayan abriendo dulces mis palabras, redondas y rubias, a los grandes deseos. Un pecho en el que, para saber, no haga falta más que reclinar la cabeza al modo de Juan, sobre el corazón del Maestro.


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