16 marzo, 2007

IV DOMINGO DE CUARESMA Lucas 15,1 ss. El Hijo pródigo



LAS MANOS DEL PADRE

La parábola que mejor descubre las intenciones del Padre Dios sobre nosotros es la del Hijo Pródigo. En ella se perfila la desmesura de un amor que sobrecoge por su fidelidad constante, por su ternura gestualizada, por el respeto que sufre y deja, por una acogida inmerecida y sin límites, por la callada generosidad incalculable...

Esto y más es lo que deja el hijo cuando se aparta. Esto y más es lo que obtiene el hijo cuando regresa.

Los entendidos en arte señalan que en este cuadro del Hijo pródigo, de Rembrandt, las manos del padre, inclinadas al hijo y a la luz, son bien distintas en hechura porque una, con los dedos abiertos, sostiene, aprieta, es mano de hombre; la mano de la izquierda, con los dedos más finos y cerrados, acaricia sosegadamente y más bien parece mano de mujer. Rembrandt señala con ello que Dios es padre y madre a la vez y que tapara con su luz indeclinable los harapos y las heridas de sus hijos.

...Quizá sea necesario a veces perderlo todo para encontrarse en la urgencia de buscar nuevamente el fondo. Allí, siempre, estarán recientes las huellas del padre, que pasea en la intimidad insatisfecha del hijo, sin saber y sabiendo que de él depende el que todo vuelva a ser como fue antes.

ESOS CURAS VIEJITOS QUE NOS PERDONAN

También celebra la Iglesia hoy, vísperas de San José, el día del seminario. A él miramos todos los creyentes con el desasosiego humano de ver cómo se achican los servidores y se agrandan las necesidades. Cada día tenemos más dificultad en encontrar las manos que perdonan, que bendicen, que restauran la amistad perdida con Dios, tan anhelada. Las manos padreymandre de la misericordia. Cada día se oye decir que hay menos curas.

Recuerdo una tarde desapacible en Rosario, de esas tediosas, desangeladas, sin horizonte concreto y sumergido en una triste soledad sin músicas... en tales circunstancias fui a confesarme a una iglesia lejos de la mía, de padres redentoristas. Tan solo y umbroso como yo estaba el templo de tres naves con la únca luz del Sagrario y un cura viejito orando en uno de los bancos del final. Pedí confesión y, al terminar, con parecidas a las manos que pintara Rembrandt al padre de la parábola sobre mi hombro, dijo aquel padre desde su corazón: "Tú no sabes, hijo, hasta qué punto Dios te quiere"... Ciertamente él estaba trasladando la verdad de ese amor con sus manos apretándome el hombro... Cada vez que entro a una iglesia recuerdo aquella escena y me pregunto: qué sería de nosotros sin esos curas viejitos que nos perdonan.

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