20 marzo, 2010

DOMINGO V DE CUARESMA Isaías 43,16-21 ; Juan 8, 1-11





LO NUEVO YA ESTÁ BROTANDO




Isaías, con su mejor palabra en el aire, se convierte hoy en el profeta de la esperanza. Sobre todo, cuando en nuestro entorno podemos comprobar las muchas personas que pierden el juicio por no haber podido digerir la historia de su vida. Lo viejo y antiguo, en lugar de brotar, se estancan como aguas podridas en la memoria impidiendo los verdes ramos de un tiempo recién estrenado: el tiempo nuevo de Dios sobre nosotros.




Es imposible, y en muchos casos no depende de la persona, manejar los recuerdos, fundamentalmente aquellos que nos hirieron en nuestra infancia o los que, desde cierta libertad, escogimos como una forma de vida. Ni creo que sea del todo bueno olvidar aquello que hicimos, por otra parte irremediable. Pero sí estoy convencido que, al evocar la propia historia, debe ser purificada, como se despuntan las esquinas de los cristales para que no lastimen o como nos colocamos gafas de sol en los fuertes días del verano para amortiguar el exceso de luz que no soportan nuestros ojos. Dios ocupa las noches para llenarnos el sueño de un necesario olvido y empezar así el día como si fuera el primero, con la página en blanco de la hoja. Borrón y cuenta nueva.



LOS OJOS EN LA TIERRA


En este evangelio de San Juan quedan en evidencia como pecadores los que van por la vida creyéndose santos.
Me subyuga el gesto de Jesús de mirar a la tierra y escribir sobre ella, mientras los fariseos señalan con el dedo a una mujer desvalida que aguarda un castigo terrible: la lapidación.
Por dos veces, Jesús mira a la tierra para que no estalle su luz en los ojos de los intransigentes. Para no regalarles la mirada a quien no se la merece. El desprecio más grande es que alguien hable contigo sin mirarte, que no se pueda descubrir la claridad en las intenciones que el otro quiere trasmitirte. Jesús no mira a los fariseos porque no los considera dignos de sus ojos, mientras tiene ojos de misericordia para una mujer que transitó un camino equivocado por no tener, quizá, la luz de unos ojos que la guiasen. Ahora ve cómo se marchan sus verdugos una vez que la verdad descubrió sus vergüenzas.
Lo peor es quedarse sin la luz de Dios. El infierno debe ser eso: darte cuenta de que Dios no te mira y sufrir eternamente la sombra.



















































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