12 junio, 2010

DOMINGO XI del TIEMPO ORDINARIO 2Samuel 12, 7ss ; Lucas 7,36ss



La primera muestra de un espíritu equilibrado --escribía Séneca a su amigo Lucilio-- es la facultad de situarse y permanecer en sí mismo... Pero en la vida de los seres humanos hay tiempos de turbulencias, de soledades incompletas, de peregrinajes continuos que oscilan entre el pecado y los cansancios. Y en ese cambio de paisaje interior, coinciden los días de mayor conocimiento con la más grande soledad.


Hoy estamos ante dos grandes pecadores, David y María Magdalena, que llegan a conocer la hondura de su equivocación. Y todo se les va en llantos: un llanto seco, el de David; y el visible e interminable de la Magdalena. Es el llanto de soledad que deja la luz cuando se adentra en el pecho y ya no pueden esconderse las sombras. Es el llanto gozoso que deja la misericordia de Dios cuando la criatura ha sabido reconoerse culpable. No lloran esta vez los cobardes, sino los arrepentidos, los que pudieron convencerse de que, desde Jesucristo, se puede nacer de nuevo y señalar con el dedo el difícil mapa de los viajes que en la Verdad desembocan.

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