07 noviembre, 2010

DOMINGO XXXII del TIEMPO ORDINARIO



VIVIR DE OTRA MANERA

Aún conservan su fueguecillo los llantos y las misas celebradad por nuestros difuntos. Quedan rosas rojas y gladiolos y tulipanes blancos sobre los nichos limpios, sobre las memorias recordadas. Aún quedan grietas de dolor en los amores deshechos, cuando la liturgia nos presenta este domingo en labios de Jesús una clave para entender la resurrección ante la pregunta maliciosa de los saduceos que creían, más que en la resurrección, en fantasmas de castillos deshabitados o en espíritus que se habrían de presentar en una especie de pasarela de las envidias.

También en gran parte de nuestra cristiandad nos figuramos casi todo, menos que la otra vida será precisamente eso: otra. Y cualquier añadido o componenda no dejarán de ser lazos de imaginación que no podrán corresponderse con la realidad. Podemos creer, o soñar, que en la eternidad tendremos una especie de vida mejorada, una abundancia sin límites de lo que en esta vida carecimos. Jesucristo, oscuramente aclara: seréis como los ángeles...

Algo, sin embargo, podemos figurarnos que caracterizará al otro mundo. Esta vida nuestra de aquí se maneja por los apetitos: ambicionamos poseer, tener amores y proyectos cumplidos, deseos de triunfo y de gobierno, preocupación por la vejez y por los hijos... Cuando en el paraíso cesen del todo los apetitos no habrá necesidad de ir como mendigos en busca de lo que aquí dejamos. Todo será contemplación, recorridos de luz por el infinito rostro del Padre. Al haber salido de la materia y de la carne, instalados en la maravilla, no habrá más memoria que los ojos de Dios bañándonos en una dicha inacabable.

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