06 febrero, 2011

DOMINGO V del TIEMPO ORDINARIO. Isaías 58, 7-10 ; Mateo 5, 13-16

la mujer de Lot

LA SAL, LA LUZ...

En las palabras de Jesús, como en las catedrales, los muros sujetan las filigranas de la piedra hasta que queda luego a la vista la nervadura firme y blanda... y, en el pensamiento de los que escuchan al Maestro, queda también una delicada composición, una pregunta inquieta de mínimo asombro.

¿Por qué el Señor nos pide primero que seamos sal y más tarde que alcancemos a ser luz? ¿Quién está en disposición de darnos noticias de sus deseos?

Ir de lo invisible a lo visible parece ser la consigna del Hijo de Dios. La sal permite que los sabores de la vida no nos cansen el apetito de la verdad: los enfermos que han de comer sin sal entran en la necesaria rutina del que ha de cumplir sin ganas la tarea de alimentarse. La sal no se ve, pero está ahí, llenando de invisibles cristalillos lo sabroso de vivir. Sin la sal de la fe, pierde energía la ilusión y corremos el riesgo de aparecer mustios, sin sentido, en los muchos interrogantes de la vida. Primero Dios en el silencio, en el misterio, en la oración. Dios callado sazonando las mañanas. Y de ese sentir espontáneo y, al mismo tiempo, elaborado, brota la rama de la luz, como la chispa que salta de dos amores juntos.

Isaías lo refleja admirablemente.

Cada vez que vistamos al desnudo. En cuanto de nuestra mano salga la bondad y la ayuda. Cuando, desde los ojos fluya una mirada de paz y el prójimo descubra que no es un relámpago fugitivo, sino la llama en ellos del Espíritu. En el preciso instante en que la palabra salida de nuestros labios ofrezca, desde Dios, esperanza a los que escuchan... Entonces, y sólo entonces, una moneda de sol prenderá en el pecho del mundo. Con ella, sólo con ella, el mundo retomará otra vez su añorado camino.




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