14 septiembre, 2013

DOMINGO XXIV del TIEMPO ORDINARIO. Éxodo 32, 7-11 ; Lucas 15, 1-32

Al final, la luz
LOS OJOS QUE MIRAN

Según la misericordia con que se mire, la vida será culpable o inocente. Escribe Ángel González que la fatiga no está en lo que los ojos ven, sino en los ojos que miran.

Y los ojos que nos miran, infatigablemente, son los ojos misericordiosos del Padre. He ahí la ganancia del hombre, su porvenir de triunfo. El pasaje de Éxodo 32 presenta una vez más a los hebreos impacientes por no ver físicamente al Dios de su liberación y, como no saben verlo en sus propias circunstancias, lo suplen en su ansia  fabricando un becerro de oro... Dios se duele de haber creado a unos hijos con la cabeza tan dura, y los amenaza por su mala memoria. Moisés interviene en favor de los suyos y Dios, al escucharle, se arrepiente de haberlos amenazado. No quiere que sus ojos sean cómplices de la misma fatiga, de la misma infidelidad borrosa con que los judíos le han visto... Por sentirse mirado de nuevo con misericordia, el pueblo echa a andar buscando los horizontes prometidos.

Ojos que miran como los del mejor padre son los que nos presenta san Lucas en la parábola del  Hijo pródigo. Cuando el hijo menor le propone su marcha, el padre sujeta sus párpados para que no se le caiga la lágrima. Y lo ve irse, con una herencia que no sabrá gastar, con una libertad que no ha aprendido a liberarse de sí misma, por el camino de la soledad y de la duda. La vida no ha de golpear al hijo huido, sino el modo equivocado con que él miró la vida. Y vuelve. Y otra vez los ojos del padre, escondidos entre sus manos, para que nadie interprete su llanto como un daño. El agüilla en sus ojos ha de presagiar la fuente de una fiesta incansable.

Puede que pocos crean hoy que mirando bien se cambia todo.  Sin embargo, la paciencia de Dios en el Éxodo y la intercesión de Moisés transformó la quietud de aquel becerro en ríos vivos que manaban leche y miel. Y el padre del hijo que le partió el corazón, por salir cada día al camino aguardando el regreso, por mirar con insistencia la vereda sembrada, pudo fundirse con él en un abrazo, sin que fueran precisos ya más ojos.

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