21 diciembre, 2013

DOMINGO IV de ADVIENTO. Mateo 1, 18-24

EL TURNO DE SAN JOSÉ


Lleno de silencio, mansedumbre y  sueños, camina el patriarca por las páginas del nuevo testamento instruyéndonos en la superación de una difícil manera de vivir, en que algún día se cumpliera la promesa de su vida soñada. 

Ser esposo sin abrazar la dulce carne de María. Ser padre de un Hijo que no era suyo. Ser hombre y, humanamente, no tener destino. Con este triple dolor se fue José a la cama decidido a comenzar de  nuevo, lejos de esta tela de araña indescifrable que había trastornado de pronto sus ilusiones. Dios, sin embargo, ocupó su noche como un mendigo y le pidió que desistiera de su empeño, que no abandonase a María y que fuera el cabeza de familia de una Familia donde todo habría de ser sorprendente, donde el latido de cada corazón eran alientos de paraíso.  Y el amor, mientras, su amor humano temblando en las ramas de la duda, como pañuelo mojado expuesto al viento... Algún torrente de voz debió escuchar en esa madrugada; una cuchilla de luz, acaso, una mano blanda debió sujetarle para siempre los deseos. El caso es que el esposo de la Virgen se acostó como un muchacho y amaneció como un hombre.

Hoy, en este cuarto domingo de adviento, yo le miro como el que se pone delante de un espejo y se ve desfigurado. A él, Dios le pidió fidelidad y supo morirse sin la boca besada: acompañó con elegancia el Misterio sin preguntar adónde iba; amó como los ángeles, sin levantar las alas porque ese fue el precio de su historia. Cuando el sacrificio redunda en salvación, merece la pena cumplirlo. Otros, aún sabiendo el provecho de la misma entrega, seguimos con las alas mojadas... Dios un día nos hará soñar con Él y dejarán de tener sentido otros desvelos, poseeremos la voluntad como aquellos israelitas alcanzaron la tierra prometida.

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