24 febrero, 2006

DOMINGO OCTAVO DEL TIEMPO ORDINARIO (B) Oseas 2,14-18 Marcos 2,18-22


LA LLEVARÉ AL DESIERTO...

...Y allí le hablaré al corazón... En la liturgia de hoy todos son amores desbordados que Dios ofrece al alma. Con razón decía San Juan de la Cruz que Dios tiene más vocación de hombre que el hombre vocación de Dios.

El desierto, todavía sin palmeras, es el sitio ideal para mirarse a solas de frente. En el desierto está el alma esperando los manantiales de la presencia mientras Dios se refleja mil veces en los cristalillos de la arena y mil veces repite al alma "amor-amor" sin más ruidos.

...Y allí le hablaré a su corazón deseando que se junten las arenas ardientes con mis palabras de fuego --podía haber dicho el Señor. Entonces, ya no harían falta más espejos que el agua de los labios.

Dios es así cuando el alma se deja.

El desierto significa no encontrar sitio donde distraer la mirada. Ningún lugar donde echar mano al refrigerio. En el desierto el sol estalla quemando recuerdos, desnudando corazón y memorias. Nada y nadie hay en el desierto para que cumpla con su labranza la palabra.


EL ESPOSO Y EL AYUNO

son incompatibles porque el amor y los abrazos no le dejan sitio al sufrimiento. El ayuno es un dolor, una ausencia que sólo tiene sentido si prepara los encuentros. Con el Esposo y sus labios al oído qué otras músicas pueden escucharse, qué sinsabor podría tenerse en cuenta. El cielo será eso: no acabarse el delirio, no verle el fin al ansia, que cada día nace y se cumple a sí misma en una novedad de zarza ardiente sin quemarse.

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