21 noviembre, 2009

DOMINGO XXXIII del T. ORDINARIO. CRISTO REY. Daniel 7, 13-14 ; Juan 18, 33ss




LOS REINOS QUE TIENEN FIN

Recordamos nuevamente reyes de cualquier país, de diferentes épocas, y acompañados del año de su nacimiento y el de su muerte. Tiziano y la Historia nos han dejado huella de la blanca hermosura con que nos gratificó la Emperatriz Isabel. Su esposo, Carlos V, la conoció una mañana en las escaleras de los Alcázares Reales de Sevilla. Y desde entonces, subieron y bajaron las escaleras de la vida juntos.
Tempranamente murió la emperatriz y Carlos V no tuvo ánimos para acompañarla hasta el sitio de su descanso final. En su nombre, el duque de Gandía, fue el responsable de verificar la autenticidad del cadáver en su última morada. Al destapar el ataúd, decubrió su cara agusanada; la maravilla rubia de sus trenzas, deshecha sobre la seda y, en toda ella, el perfume podrido de la sombra... Nunca más serviré a rey que se me pueda morir, oyeron decir al duque en su desdicha. Al enviudar entró en la Compañía de Jesús y hoy lo conocemos con el nombre de san Francisco de Borja.
En El Escorial está el pudridero de todas las coronas. En los cementerios de nuestros pueblos están caídas todas las alturas de los que fueron o quisieron ser, a costa de lo que fuera, más grandes que nadie.
EL REINO INTERMINABLE
Sin embargo, después de veinte siglos, sigue luciente y viva la corona de Jesucristo. Las razones y las diferencias entre los reinos que se acaban y los eternos tienen su fundamento en las columnas que sostienen a unos y la sola columna que se basta para sostener al Otro.
El Reinado de Cristo alumbra con Amor el desarrollo de toda una vida. Un Amor que se derrama dándose hasta llegar a la Cruz sin más sangre que dar.
Un Reinado de Paz sin las componendas ni enredos humanos que pacifican aparentemente, pero sin la raíz suficiente como para superar las circunstancias. Una Paz, la suya, que se inicia en la caracola de la conciencia dejando en perfecto equilibrio las contrariedades.
Un Reinado de Justicia que no consiste en dar a cada uno lo suyo, sino en dar a cada uno lo de Dios, ofreciendo anchuras sin límites a su generosidad.
El Reinado de Cristo es el de la Verdad porque sólo Él es verdadero.
Cualquier reinado efímero que comience con Cristo tiene garantizada la eternidad.

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