22 septiembre, 2012

DOMINGO XXV del TIEMPO ORDINARIO. Sabiduría 2, 12-17 ; Santiago 3,16ss ; Marcos 9, 30-37

La bandera en el cielo


CAÍN EN LA MEMORIA


Sin miedo a exagerar, podríamos decir que la historia de la humanidad está    señalada por la envidia. Los pies de Caín se llenaron de heridas y no pudo esconderse de la pregunta divina tras haber dado muerte a su hermano Abel por envidia. Agar y Sara, Lía y Raquel, Esaú y Jacob... ruedan  amarillos por las páginas del Antiguo Testamento envueltos en sospechas,  temerosos y aturdidos, desconfiados entre sí por miedo a que unos u otros puedan llevarse el manto de la importancia. 

Las guerras no son más que envidias puestas de pie con las uñas crecidas. 

Una boca grande que se come a sí misma, escribo en uno de mis libros que es la envidia, pero es más aún, es desolación y denuncia de la más terrible soledad personal, aquella que no se soporta porque no tiene nada que decirse y ha de echar mano a las apariencias para sentirse alguien. Los apóstoles del Señor también cayeron en la trampa de querer ser los abanderados y se lamentó Jesús de que la claridad de su palabra no hubiera servido para nada.

Para casi nada sirve el rastro que ha dejado la experiencia de tantos hombres civiles o eclesiáticos, zaheridos por la envidia de los menesterosos que, en lugar de haberse preocupado por agrandar sus virtudes, se conformaron con seguir pidiendo limosna a los que a su vez vituperaban... Sobrevivirán de incertidumbres.

Contra la envidia, humildad, que Jesucristo ha prometido abundancia para los que decidieron ser pequeños.






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