03 noviembre, 2012

DOMINGO XXXI del TIEMPO ORDINARIO. Marcos 12, 28-34

Cristo eterno. Bas. San Pedro

ESCUCHA, ISRAEL


Entonces y ahora, en los dinteles de las puertas, sobre los ventanales de la conciencia, el pueblo judío lleva esta máxima en la maleta de todos sus viajes: Escucha, Israel, nuestro Dios es solamente uno. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma... Y al prójimo como a ti mismo... 

Dos razones principales hay para que este Escucha, Israel sea el eje de todas sus acciones: el peligro de la idolatría en las naciones de alrededor  y enseñar que en Dios nace el origen de todos los amores.

Así nosotros.

El paganismo, la indiferencia, el escarnio de lo religioso, las últimas y masivas fiestas de algunos jóvenes burlando la trascendencia de la muerte. El dinero, el poder... son los dioses de hoy dispuestos a ser adorados si queremos construir con ellos una babel sin destino.  Esta no es una reflexión interesada desde la fe, sino una experiencia palpable al alcance de cualquiera.  Lo podemos ver día a día en las quebradas esperanzas.   Los dioses de la vida, como la Cenicienta después de las doce,  se quedarán sin lujos en la mitad del baile.

A la tarde, te examinarán en el amor, escribió san Juan de la Cruz advirtiendo el dolor que da la soledad cuando, a la vejez, descubrimos no haber amado lo suficiente.  Al prójimo; a los pobres, que son nuestros señores, al enfermo, al desolado, a los amigos y entre los esposos... subirles, por amor a Dios, a la almena más alta del castillo interior, donde Dios vive y se recrea por los jardines de nuestra  esforzada voluntad.  

El bien que hagamos por los demás, sin Dios, es filantropía y provisionalidad. Con Dios y desde Dios, se llama caridad, y nos devuelve a una permanente ternura, a su llama de amor viva interminable.

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