24 noviembre, 2012

DOMINGO DE CRISTO REY. Juan 18, 33b-37

Patio de Reyes. Alhambra

LA CORONA

Después de haber leído a Borges, siempre pensé que la soledad y la desmemoria que le vino más tarde a Pilato fue la sangre de sus palabras heridas.:

-¿Eres tú el rey de los judíos?

Jesús se le debió quedar mirando con el agua en los ojos de quien viene de atravesar el mar para responderle:

-Tú lo dices, soy Rey, pero con tus formas de entender nunca sabrás distinguir qué piedras brillan en mi corona...

Y Pilato se lavó las manos con el llanto largo de la indiferencia.



El pueblo de Israel tuvo siempre ansias de reyes y coronas. En ocasiones, aparecieron cabezas dignas de semejante grandeza, como las de David y Salomón, por ejemplo.  Más tarde, Séneca se quejaba de que no hubiera talentos que pudieran ser distinguidos con el sello de la realeza. Y los griegos, sólo coronaban de laurel a los que llegaban primero y, con diaria frecuencia, a los poetas.

En la corona de Jesús se distinguen dos piedras preciosas salidas de sus labios: la Verdad y el Amor, con todo el brillo consecuente que cada una lleva, con la cruz que desde cada una se alcanza.

Su Santidad Benedicto XVI, en tertulia de cónclave, ha referido que toda la historia es una lucha entre dos amores: amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios, y amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo... Jesús, el Señor, lo tuvo claro: se anonadó a sí mismo para salvar al hombre desde la obediencia al Padre.

Y la Verdad de la otra piedra que, según santa Teresa, es una especie de sol que permite descubrir la pelusilla de los cristales en el alma. Porque las mentiras encadenan por un tiempo la luz, pero un día la luz se suelta y aparece la desnudez de lo encubierto, la tristeza de lo irreparable. Jesús, el Señor, se mostró siempre tal cual era, le mataron por eso. Pero también, por eso mismo, vive para siempre sin que ya nadie más pueda otra vez atravesar su costado.

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