17 noviembre, 2012

DOMINGO XXXIII del TIEMPO ORDINARIO. Daniel 12, 1-3 ; Marcos 13, 24-32


VIVIR, ESA TAREA

Aún sigue vivo, con la gracia de su rama verdecida, el olmo de don Antonio en Soria, junto al cementerio de El Espino. Han pasado por él las lluvias y los ríos del tiempo, la eterna melancolía de las ausencias, la maldad de la sombra, pero el olmo continúa desafiante en su verdor, permitiendo que en su corazón sigan con sus tejidos grises las arañas.

La liturgia de hoy, aunque pueda parecernos lo contrario, es una canción a la vida, un modo de resucitar desde lo escaso. Cuanto florece a nuestro alrededor es un signo de primavera  --cerca está, a la puerta, señala Jesús, después de los primeros azules en el cielo y en la higuera.

Y de nosotros depende, en parte, que no nos acostumbremos a vivir en la penumbra del ocaso. Borges escribía que morir es una costumbre que tiene la gente, pero vivir, añadimos nosotros, es una tarea continua, un incansable sacarle punta al lápiz con el que escribimos las caridades, las tristezas y las alegrías. Vivir con una razón y un destino para que la altura sea más baja: esto es la fe.

Hace unos días leí que la mayoría de las frustraciones humanas suceden por no tener un horizonte claro, una convicción de que se tienen las armas necesarias para conseguir lo deseado. Vivir con los ojos puestos en las ramas florecidas de la vida es la mejor manera de contagiar la sequedad de los ambientes, el servicio que hoy nos pide la Iglesia desde Jesucristo para nuestros hermanos. Que el fin de este mundo, cuando llegue, nos sorprenda con las manos en la buena masa.

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