10 noviembre, 2012

DOMINGO XXXII del TIEMPO ORDINARIO. I Reyes 17, 10-16 ; Marcos 12, 38-44

Horno primitivo

VIUDAS


Uno de los logros más sibilinos de nuestra sociedad ha sido el de diluir de tal manera las responsabilidades que no se pueda señalar a nadie como culpable único de cualquier extravío, sino que en cada desenfreno, como en la lotería, todos tenemos una participación. Vivimos una nueva Fuenteobejuna con el comendador ajusticiado y el pueblo entero manchado de sangre.

Los desahucios y los suicidios de estos días ponen de relieve que, cuando se juntan los egoísmos, mueren las esperanzas. Aquí, entre todos, hemos matado a los muertos y, como a la viuda de Sarepta, a muchos sólo les queda un puñado de harina y unas lágrimas de aceite para alargar un poco de tiempo su desventura.

Dos viudas nos muestra hoy la Sagrada Escritura como ejemplo de generosidad y de abandono.

La viuda del libro de los Reyes recibe a un profeta Elías perseguido por el rey Acaz, que había predicho sequía para su pueblo  a causa de su desdichado gobierno. En lugar de transformarse el rey para que pudiera cambiarse el bienestar de sus gentes, culpa al profeta de su desgracia y le persigue... Exhausto, encuentra a esta mujer que le da lo único que posee y a la que, por su actitud, nunca le ha de faltar aceite en su alcuza ni grano en su granero. El profeta se lo pide en nombre de Dios y, en nombre de Dios, le llega para siempre la abundancia.

En el evangelio de san Marcos, Jesucristo propone a los escribas como ejemplo a otra viuda sin recursos que echa en el cepillo del templo toda su pobreza, que es a la vez, también, su  mejor manera de entregar la vida...

Santa Teresa de Jesús, desde la sabiduría de lo sencillo, nos dice que sólo puede uno decir que da cuando le duele. Y, por experiencia, podemos añadir que, cuando se da hasta que duele, al otro se le achican sus necesidades. Porque dar sólo lo que sobra es seguir empobreciéndonos juntos, con el corazón mirando a otro destino, sin candela, sin espejos y sin que pueda llegarnos esa única luz que nos permita reconocer el paraíso. 

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