25 octubre, 2014

DOMINGO XXX del TIEMPO ORDINARIO. Mateo 22, 34-40

(Foto: Santo Sepulcro. P.V.)


EL AMOR Y LOS GESTOS


Las espadañas de las iglesias están para sostener campanas y las campanas para sostener los sonidos hasta que la libertad del viento les permite entrar en nuestras vidas. Se nota que hay río en algunos pueblos porque el verde de las plantas saca pecho por el agua que lleva. Sabemos que hay amor en nuestro corazón si danzan los ojos al mirar a los otros, los labios se maquillan con el rojo de la sangre y las manos  --ese otro modo de llegar constante— se abren al porvenir del que pasa.


Amar de verdad es parecerse a Cristo como la llave se parece a la cerradura que abre sin esfuerzo la puerta. En ocasiones, usamos indebidamente la palabra amor igual que adornamos los puños de la chaqueta con botones que no esperan ojal. Amor sin desembocadura es laguna estancada que termina con los peces muertos. Al amor hay que encontrarle salida en el refinamiento de los gestos por aquello que de la abundancia del corazón habla la boca. Boca que, según lo que puede decirse, es preferible mantener cerrada. El amor se refleja en el desinterés, en el perdón y en la elegancia de los comportamientos. En la respuesta gratificante del que lo recibe.



España entera, el mundo casi, ha estado pendiente de la sanación que tanto deseábamos de Teresa, contagiada de ébola. Nunca habíamos cansado tanto a Dios con la plegaria; personalmente creo que santa Teresa ha favorecido el milagro. Y hoy, cuando la enferma curada puede hablar, la portavoz dice que ha dicho primeramente “que se siente atropellada”. Y su esposo entiende que ha de querellarse contra el que corresponda… Generalmente, suele haber desproporción entre lo que se ofrece y lo que se recibe. Esta mañana reconozco, ante todas las debilidades, que la luz sólo brilla cuando encuentra una mañana o una lámpara.

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