01 octubre, 2005

DOMINGO XXVII del tiempo Ordinario Mateo 21, 33


LAS ESPERANZAS QUEBRADAS
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Pocas palabras nacidas tan bellamente del corazón como las de Isaías 5, 1ss. El profeta coloca a Dios en el lugar de un hombre que ha puesto todas sus esperanzas en una viña recién comprada: buscó la mejor tierra para unas cepas escogidas, quitó las piedras, pasó su propia mano sobre la llanura conseguida y cantó para ella esperando que diera las uvas más dulces... pero dio agrazones.
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Dios es el viñador y nosotros las cepas acariciadas que no hemos aprendido a buscar los injertos necesarios para dar las uvas deseadas y poner en fruto los dones que nos dieron.
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Para quitarnos de los racimos las plagas que abundan, tomamos del mundo insecticidas recomendados, abonos para que así crecieran artificialmente las uvas... El resultado fue desastroso: se envenenaron las cepas apareciendo agrios y marchitos los racimos. Nuestros hijos --y nosotros mismos-- queremos que aprendan inglés, judo, ordenador, piano...creyendo que crecerán como sabios. Todo eso se convierte en insecticida si no se distribuye desde Dios, si no es después de Dios, que debe ser en nosotros el fundamento de toda sabiduría, el abono indispensable del mejor crecimiento.

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LAS PROMESAS CUMPLIDAS EN LAS UVAS DE AHORA
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Han matado a los cuidadores de la viña. Han matado al Hijo y, a estas alturas, no tiene la vida ni uvas ni Hijo ni profetas. Dios le dará el campo a quien sepa cuidarlo, a quien lo aproveche y lo agradezca: Él vigila desde la torre los verdes progresos de nuestras decisiones.
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Y el campo lo tienen ahora --como lo tuvieron siempre-- los sencillos, los entregados, los que confiaron, aquellos que supieron abrir sus oídos a la Verdad y fueron responsables sabiéndola vivir.
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Esta semana pasada estuve en Ars, compartiendo ejercicios espirituales con más de novecientos sacerdotes de todo el mundo, catorce obispos, tres cardenales... Dios nos ha entregado nuevamente su viña entre cantos de alabanza, manos limpiadoras de piedras, certezas de fe que estallaban a cada rato en una inmensa luz de esperanza: la Iglesia está viva, florecidas las uvas del empeño, intactas las manos de Dios que hicieron madurar en cada uno los racimos. La Iglesia tiene uvas para rato, sanación para siempre, dulzura hasta la eternidad. Todo ha sido, como diría fray Juan de la Cruz, una fiesta para el alma.
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Presidiendo, en una amplísima basílica, todas las celebraciones, el corazón del Santo Cura de Ars, San Juan María Vianney, y la urna con unos huesecillos de otra santa francesa inalcanzable, Teresa de Lisieux. (Inserto en esta página las dos fotografías con sus reliquias). De los dos hemos aprendido cómo debe quererse a Jesucristo, cómo es preciso abandonarse en Él para así remontar las plagas de la vida, cómo es pequeño todo cuando, desde la habitación más escondida del castillo del alma, Dios ordena con su perfume todas las ansias.
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Ella, el corazón del amor en la Iglesia: toda su oración y su entrega para los sacerdotes.
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Él, sacerdote sencillo, ungido por la gracia del Espíritu, orante de madrugadas y embelesado en Eucaristías, confesaba y confesaba y confesaba para demostrar al mundo que no se acaba la misericordia de Dios y, sobre todo, que el sacramento es la mejor medicina para la común enfermedad del pecado.