21 octubre, 2005

DOMINGO XXX del T. Ordinario. DOMUND. Mateo 22,34-40



DE DOS EN DOS

Los Santos Padres señalan sabiamente que Cristo envió a los discípulos de dos en dos porque uno solo no podía contener el doble amor que le debemos a Dios y a los hermanos. Amor que, siendo uno mismo, se abre en ramas y frutos, se multiplica en todos, como secretamente se abraza la raíz a la hoja desde dentro.

DOMUND

Contaba la Madre Teresa de Calcuta que se sintió enriquecida el día en que, enterada de la pobreza extrema de una familia numerosa, consiguió para ella un par de kilos de arroz. La madre --refiere la santa--, al ver semejante riqueza en sus manos separó un puñado de arroz para cada uno de sus hijos y, el resto, se lo alcanzó a una familia cercana que era aún más pobre que la suya...

Lloró al ver cuánto de Dios habían sus hijos aprendido. Lloró al darse cuenta que la generosidad de los pobres se hace arroz interminable en los hermanos. Sólo un cristiano puede tener conciencia del alivio que supone regalar de lo poco al más pobre. Sólo un cristiano sabe que tener a Jesús dentro no cambia la injusticia del mundo, pero sí nos cambia el corazón para que no tengamos un grano de más mientras haya una boca abierta, un hambre que nos aguarda.

Los misioneros llevan las alforjas llenas de lápices y cuadernos, de libros y esperanzas para los que han perdido la ilusión de asomarse a la vida. Llevan la Eucaristía, el pan de Dios en cada gesto: una alimentación indispensable para el alma.

EL ESCONDITE

En su capítulo 2 escribe Oseas hermosamente una conversación de Dios, referida a Israel, que en nuestro caso aplicamos al alma: "Yo la voy a enamorar: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón".

Toda el ansia del hombre. Toda la verdad aparecida de pronto en tres ideas: amor, arena y palabras.

Cuando Dios seduce no necesitamos más arroz que el indispensable, más amor que el suyo. Cuando Dios se instala en el alma no se sufre la arena del desierto ni la falta de palmeras, sólo aguardamos su voz, la inmensa palabra que lo deshace todo y todo lo construye, el rojo delirante de las granadas que tiñen para siempre de color la vida. Ay, Señor, dinos por fin adónde te escondiste.